Diario del año de la peste

“Todavía alucinado por la montaña rusa de Aerosmith, Tony me llamó de Orlando el domingo 15 de marzo para contarme que -por orden del gobernador del Estado- acababan de clausurar, hasta nuevo aviso, todos los parques temáticos de la Florida”.

Unas vacaciones (jaqueadas por la pandemia) y todas las vicisitudes que tocó vivir mientras huía del avance del bicho en esta crónica medio zombi por entregas.

Estoy en medio de un plácido sueño en el que floto panza arriba en un mar turquesa cuando llaman a la puerta. Abro los ojos, aturdido. Está muy oscuro. Debo haber dormido demasiado porque no sé ni qué hora es ni dónde estoy. Busco a tientas el celular para alumbrarme a duras penas y mi cerebro embotado empieza a aterrizar, poco a poco, en el mundo real. La densidad de las tinieblas es culpa mía, anoche bajé del todo esas geniales persianas black out que te garantizan noche perpetua. Las abro de un tirón y dejo entrar una llamarada de luz que me obliga a entrecerrar los ojos. Allá afuera, el sol ha salido con escándalo pero todo está inmóvil. Lo único que se mueve son las ramas de los árboles, los videos patrióticos que proyecta -para nadie- una pantalla gigante y las luces absurdas de los semáforos.

- Buenos días, señor Ortiz. Su temperatura, por favor.

El joven enmascarado acerca a mi frente su termómetro digital como si fuera a darme la bendición, me dispara una especie de rayito láser y ya está. Fin del examen. Qué bueno que ya no hay que meterse estos adminículos en la boca ni en ninguna otra parte del cuerpo, como antaño.

- Treinta y seis y medio, todo normal.

- Gracias.

- ¿Se siente bien? ¿Alguna molestia?

- Ninguna. Todo tranqui.

- Le traje su desayuno. (Me entrega una bolsa herméticamente cerrada que recibo de sus manos enguantadas de jebe y sonríe. El tapabocas me impide ver su sonrisa pero igual la noto, también se sonríe con los ojos).

- Gracias, compadre- le digo y me cercioro de sonreír también. Tengo claro que ahora somos compañeros de cautiverio. Y tratar siempre de que el otro se sienta un poquito menos fatal es una regla elemental de cortesía entre rehenes.

- Que pase un buen día, señor Ortiz.

- No me digas señor Ortiz que me siento un abuelo.

- ¿Entonces? Que pases un buen día, señor Beto.

- Ustedes también.

Me tardo un poquito en cerrar esa puerta que me separa del universo y lo veo alejarse en silencio, deslizándose por el pasillo alfombrado de este hotel hipster que será mi casa, al menos, por un tiempo. Sus guantes celestes, su máscara, su identidad secreta me hacen alucinarlo un superhéroe: Algún X-Men. Fantomas. El Zorro. Algún Watchmen. El Llanero Solitario. O Sanitario. Abajo, pasa una ambulancia haciendo sonar una sirena que solo imagino pues los vidrios termoacústicos de las ventanas me impiden oírla. Es mi tercera ciudad fantasma en una semana. No hay ni un alma, pero no me importa porque reconozco, con alivio, estas calles desiertas como mías. Allá, mi supermercado. Al lado, mi chifa. Mi grifo al frente y, un poco más acasito, mi panadería. Hace solo un par de días tuve un déjà vu: sentí que volvía a quedarme varado en Gringolandia por tiempo indefinido, tal como me ocurrió una vez, hace ya diecisiete largos años, gracias al mismo presidente borrachón que acaba de salir de cana a volver a chupar por una fina cortesía del COVID-19 al que hoy debe estar prendiéndole velitas Misionera. Hacía solo dos semanas que había llegado a Miami, no porque fuera precisamente uno de mis sitios favoritos, sino porque era una escala obligada en mi ruta vacacional de México hacia Nueva York y como -para Tony, compañero de aventuras- se estaba cristalizando la tan anhelada primera vez (en Norteamérica), decidí armarle el clásico itinerario de desenfreno nocturno en Ocean Drive y la consabida maratón de parques temáticos de Orlando que -pronto lo descubriría- resultan divertidos solamente hasta cierta edad. He de reconocer, no sin cierta nostalgia, que ni el simulador de vuelo de Avatar en Animal Kingdom ni la Montaña Rusa de Hulk en Islands of Adventure me produjeron la mitad de adrenalina que segregaría unos cuantos días después, tratando desesperadamente de escapar de ese gran país cuyas carreteras, ferrocarriles, ciudades, aeropuertos iban clausurándose a mi paso, uno tras otro, en impecable efecto dominó, mientras las aterradoras cifras parecían condenarlo a convertirse en el epicentro de la pandemia. A mitad de aquella aciaga semana: la noche del miércoles 11 de marzo, después de haber comprado cantidades obscenas de productos golosinarios (que hasta ahora me duran), en esa especie de Makro VIP llamado Walmart, comencé a recibir mensajes de amigos médicos que, desde su atalaya científica, me advertían que, si alguna esperanza tenía de regresar a Lima el 2020, debía hacerlo cuanto antes porque esta peste pronto se saldría de control. Al principio, la advertencia me pareció una exageración y hasta hice bromas al respecto, pero, algunas horas después, reflexionando al borde de la I-95 frente a la hermosa torre de panqueques de un desayuno de medianoche en Denny’s, decidí que -si lo que venía era el fin del mundo- el último lugar de la Tierra donde quería que me agarrara era Miami. Si hemos de morir -pensé-, muramos en Nueva York, frente a una estatua de la libertad sumergida en arena como la que encuentra el Coronel Taylor al final de O planeta do macacos en la versión de 1968, el año en que nací. ¿Muramos en Nueva York? Muramos es mucha gente. Ten cuidado con lo que deseas.

- Si cierran el aeropuerto, nos quedamos varados -le dije a Tony-, vámonos mañana.

- ¿Mañana? Imposible. Nos faltan dos parques de Disney todavía.

- ¿Y? También tenemos entradas para el musical de “El rey León”.

- Y Broadway es en Nueva York. ¿Qué es más paja?

- No hay nada más paja en la vida que el musical de “El rey León”.

- Pero tú ya lo viste.

- Diez veces con diez amigos diferentes pero me falta verlo contigo.

Convinimos en que yo me iba mañana a primera hora y lo esperaba allá. Mi tolerancia a los gorros con orejitas de roedor había llegado a su límite. Un Mickey más y vomito. Tenía que salir de allí antes de que se fueran a cerrar los aeropuertos y me quedara atrapado en Tragic Kingdom para siempre. Mientras esperaba mi vuelo en el aeropuerto de Miami, compré un ejemplar del New York Times, más interesado en saber qué películas estaban dando que en cualquier cosa. Pero la noticia de primera plana me dejó huevón: era la declaratoria de emergencia, decretada por el gobernador del estado, ante la brutal escalada del coronavirus. Y justamente -malhaya mi suerte- regía a partir de hoy. De todos los días del año, tenía que ocurrir esto justo hoy. Vaya que esta iba a ser la vacación soñada. Hakuna matata. Una forma de ser. Hakuna matata. Nada que temer. Estaba a punto de embarcarme a una Nueva-Nueva York con todos sus museos, todas sus tiendas, todos sus cines, todos sus restaurantes y, por supuesto, todos sus teatros cerrados. Al carajo, entradas para Broadway. Sin preocuparse. Es como hay que vivir. A vivir así. Yo aquí aprendí. Hakuna matata. Good bye, Simba, good bye.

Ciudades fantasma

“Todavía alucinado por la montaña rusa de Aerosmith, Tony me llamó de Orlando el domingo 15 de marzo para contarme que -por orden del gobernador del Estado- acababan de clausurar, hasta nuevo aviso, todos los parques temáticos de la Florida”.

Con la bestia del COVID-19 desbocada, pisándonos los talones, saltamos enmascarados de avión en avión pero no hay escapatoria. Esta es la segunda entrega de .

Lo primero que me sorprendió al aterrizar en La Guardia Airport fue que ahí ya todo el mundo tenía la cara tapada y comenzaba a respirarse la atmósfera de plaga bíblica que, en pocos días, cubriría por completo la ciudad. Y el mundo, sin ir más lejos. A la salida de la zona de equipajes, en medio de todos esos choferes sin rostro que mostraban i-Pads con los nombres de sus pasajeros, me esperaba Greg, joven valor del college basketball y del stand-up comedy amateur al que, de cariño, llamamos “El Blanco” porque es lo más gringo que se pueda imaginar. Primogénito de los dueños del extinto restaurant peruano de Christopher Street en cuyas cocinas fatigué cacerolas hace casi dos décadas, el gracioso Greg había dejado de ser el Chucky ladilla que chivateaba entre las mesas -haciendo trastabillar a los camareros- para convertirse en un broder más bien laxo y contemplativo que solamente articulaba sonidos cuando era estrictamente indispensable. Mientras manejaba orgulloso la camioneta de su mamá, Greg me anunció que, a cambio de una módica suma de alquiler, él se regresaría gustoso a vivir con ella para dejar a mi disposición su amplio piso en el Midtown. Acordamos un precio que a ambos nos pareció razonable y le dije que, como máximo, me quedaría un par de semanas. Lo cierto es que yo, con bastante anticipación, había hecho una reserva en un bonito hotel de Brooklyn -con vista al célebre puente- en el que hacía tiempo quería hospedarme pero gastar tanto billete para languidecer allí durante los días interminables de la peste me pareció absurdo, así que aborté el plan para optar por una alternativa más franciscana y acorde con los tiempos ásperos que nos tocaba vivir. El loft de Greg tenía unos amplios ventanales con vista lateral al río Hudson, un complejo de multicines (cerrado por pandemia) justo enfrente y el Central Park -hoy convertido en hospital de campaña- a solo veinte minutos de caminata a buen tren. Tenía también un amplio kitchenette (providencial en estos días en que los restaurantes habían dejado de existir), pisos de madera, un baño gigante con bañera y un único dormitorio con una cama queen que -detalle inquietante- había sido cubierta con una enorme, y seguramente abrigadora, frazada de tigres. El detalle me pareció curioso pero -negligente de mí- no le di ninguna importancia. Lo pasé por alto como un toque más bien ayahuasca, una excentricidad. Craso error. Aquel era un claro presagio. Todo el mundo sabe que una frazada de tigres es, pues, una señal que anuncia el fin de tu libertad, la inminencia del cautiverio: una garra canera. No lo vi venir. No fui capaz de descifrarlo. Hay que saber leer las señales en el momento exacto.

Salgo a la ventana de mi hotel y veo pasar la camioneta del Ministerio de Propaganda con esos parlantes que se encargan de exaltar los ánimos patrios con las sagradas notas del “Contigo, Perú”. La veo pero no la escucho, felizmente. Si de Polo Campos se trata, me quedo con “Cuando llora mi guitarra”. Con “Regresa”. Se supone que, a golpe de ocho, hay que salir a aplaudir y cantar pero los vecinos del edificio de enfrente no parecen tan entusiastas como los que salen en los spots. Hay que aplaudir que todavía no hemos muerto, me imagino. Hay que cantar para avisar que estamos vivos. Para mí, es el día número ocho de cuarentena, recién. Es la mitad del camino recorrido. Constato que el confinamiento me afecta menos que al humano promedio. Será que la rutina de retiro espiritual miraflorino no difiere demasiado de mi vida antes del virus: vivo solo, no escucho radio, no veo tele, no hago tonos, no vivo 24/7 con unos headphones incrustados en el cráneo. Sin habérselo prometido a ninguna virgen, cumplo -desde hace varios años ya- con un severo voto de silencio como la carmelita descalza de convento de clausura que, en el fondo, soy. I’m just a poor boy, nobody loves me. No me achicopalo ante la negra perspectiva de un día en blanco. No me asusta el borboteo infernal de lava impaciente que bulle aquí dentro. Everything is gonna be alright. Odio la paz del alma pues la poseo. Mi rutina es sencilla y eficaz. La tengo apuntada en mi agenda para hacer de cuenta que tengo un culo de cosas por hacer. Hablo por teléfono tres kilómetros diarios. Caminando alrededor de mi cama, se entiende. Al caer la tarde, troto sobre el sitio otros tres y mortifico la carne (carne es un decir), con tres series de treinta abominables para intentar que el exquisito pan con chicharrón y camote frito con que nos engrieron hoy en el desayuno no se me vaya directamente a la papada. Esa es la buena noticia, la mala es que hago siesta. Mínimo, ¿no? Ya que esta espléndida cama king va a desperdiciarse porque no hay con quién, que por lo menos nos prodigue el privilegio de hibernar a placer. Mucha abstinencia puede ser dañina para la salud y yo siento que hace años que no la veo. Escribo. Veo una película. Leo. Me da la pensadora. Quemo techo. Hueveo. Me prometo a mí mismo no enloquecer demasiado. Y eso que no es la primera vez que vivo en un hotel -es la tercera- de modo que es muy pequeño el riesgo de ser presa del síndrome de las cabañas que desquició a Jack Torrance en el Overlook Hotel de “El resplandor”. Pero, aunque Jack mecanografiaba al infinito la misma frase, tenía un montón de patios, laberintos y jardines para salir a jugar. En cambio, lo mío, por razones de espacio, se asemeja más a la odisea de la diva cautiva en su camerino de “Monitor”. Convengamos entonces en denominar a esta temporada de impedimento de salida (del cuarto) y estricta inamovilidad como The Laura Bozzo Experience.

Todavía alucinado por la montaña rusa de Aerosmith, Tony me llamó de Orlando el domingo 15 de marzo para contarme que -por orden del gobernador del Estado- acababan de clausurar, hasta nuevo aviso, todos los parques temáticos de la Florida.

- Un día más y no la hacíamos.

- Qué lecheros.

- Ahora sí… ¡New York, New York!

- Pucha, Tony, yo creo que mejor te regresas a Lima.

- ¿Qué fue? ¿Ya no quieres que te dé el alcance?

- No es eso, zonzo, sino que acá en Manhattan también están cerrando todo. Nos cierran los aeropuertos y sonamos.

- No creo, solo es una semanita más. No va a pasar nada.

- Piensa bien, ah. Después tus hijos te van a reclamar, después no quiero lamentos.

- ¿Qué quieres tú?

- ¿Qué quiero yo? Ese no es el asunto. Decide tú.

-Me voy contigo -me dijo Tony, sin imaginar que ese avión que estaba a punto de abordar lo llevaría directamente al ojo del huracán. La epidemia ya acechaba desde lo alto, encaramada a la punta del Empire State como un King Kong aterrador. No habíamos visto nada todavía. La peor montaña rusa de todas estaba a punto de empezar.

No tenemos dónde ir

Hace apenas tres semanas, en un enlace en vivo desde Nueva York, reportábamos los 10 primeros muertos por el virus. Hoy sobrepasan los 7,000. Crónica de la peste. Episodio Tres.

odo era perfecta paz aquella soleada mañana del día número diez en que los 149 alegres enclaustrados del Hotel Aloft de Miraflores desayunábamos nuestro cafecito recién hecho (en la máquina del cuarto), con su respectivo pan con camote y su chicharrón. Todo era placidez y armonía hasta que, de repente, alguien en el inquieto grupo de Whatsapp de los cautivos entró a su Twitter y compartió -casi diríamos, viralizó- el chisme infame que generaría toda una ola de angustia innecesaria: “¡Ya van sacando a varios infectados de #COVID19 del hotel donde está Beto Ortiz y los estudiantes que llegaron de USA! ¡Si es un foco infeccioso deberían decirlo!” Era la alharaca innecesaria de otra de esas tías avinagradas que se pasan la vida fisgoneando en las vidas de los demás por la ventana. La expituca inquilina de un edificio de 28 de Julio -famoso por alquilar depas por noche para secretas cuchipandas- que alertaba a sus pares desde la altísima atalaya de su ignorancia. ¿Qué había pasado? Pues que había visto llegar las ambulancias de EsSalud en la madrugada y se sintió en la obligación moral de ponerse a chillar en la red: ¡Socorro, ambulancias! Estamos en una epidemia, darling, ¿qué esperabas?, ¿carros alegóricos? Las llamadas al celular de Vicente, gerente del hotel y capitán del barco, se multiplicaron: ¿qué está pasando?, ¿quiénes han dado positivo?, ¿de qué piso son? Como si hacerse cargo de cubrir todas las necesidades de aquella legión de cuarentenados no fuese chamba suficiente, ahora tenía que evitar que los distinguidos vecinitos nos contagiaran su ridícula histeria colectiva. Que no panda el cúnico. Vamos a ver: nos aislaron precisamente para poder separar a tiempo a los enfermos de los sanos, amiguita, ¿cómo te explico que nos agravia tu actitud?, ¿que tu psicosis no suma? Los seres humanos podemos ser el doble de viles cuando estamos aburridos.

Después de haber formado cola en la puerta de Russ & Daughters, catedral del salmón ahumado, guardando la reglamentaria distancia social, Tony y yo conseguimos llegar hasta el mostrador en pos del primer everything bagel con queso crema, cebolla blanca y salmón que fungiría de bautizo oficial o Welcome to Manhattan. Pedimos también cafés gigantes con extra shot de expreso y nos fuimos desayunando a pie -no tanto porque lo mandara la tradición- sino porque ya no se atendía a las mesas en ningún restaurante. Me acuerdo que esa misma mañana me habían llamado de ATV para pedirme que hiciera las veces de corresponsal y, como acababa de sufrir un nuevo accidente de trabajo (ese día, una expeditiva llamada gerencial me había comunicado que levantaban del aire mi programa, una vez más), acepté el encargo sin titubear, con ese entusiasmo chisporroteante del reportero desempleado. Habíamos hablado tantos años de venir juntos a esta ciudad, (que yo le había pintado siempre como el lugar más achorado de la tierra), que ahora, que por fin le daban la visa y lográbamos venir, tocaba demostrar fehacientemente que todas las maravillas que le había contado eran verdad. Pero la realidad -esa malagracia- colaboraba poco y mal con mi objetivo y -mientras contemplaba esas calles vacías y heladas con todo cerrado- la perplejidad de Tony se iba haciendo cada vez más difícil de disimular. ¿O sea que la tan glamorosa capital del mundo era este páramo deprimente? Aquello parecía el set de filmación de El día después de mañana pero sin actores. La ciudad que nunca duerme había caído en un coma profundo.

Dejamos el equipaje de Tony en el depa de Greg y salimos con las mismas a hacer lo que todos venimos a hacer a Nueva York: caminar como carteros extraviados. Esa primera impresión de bajar a tomar el subway hacia Times Square fue fantasmagórica: los trenes penaban de estación en estación completamente vacíos, sin un alma, tan solo habitados por esa tradicional voz metálica que te advierte: stand off the closing doors, please. Por favor, manténgase alejado de las puertas. Creo que, sentados allí en silencio, en nuestra condición de últimos sobrevivientes del planeta, fuimos conscientes, por primera vez, de que aquello no era broma, de que aquel monstruo microscópico que nos contemplaba agazapado en las barandas, en los pasamanos, en los asientos -y que ahora nos había sumido en semejante soledad- estaba a punto de diezmar esa metrópoli de acero. Times Square, Forty Second Street – dijo el tren fantasma con su inconfundible voz de mujer robot.

-¿Este es el famoso sitio lleno de luces que siempre se ve en las películas?

-Ese mismo. Luces y pantallas de video por todas partes. Es lo primero que vienes a ver cuando eres turista pero cuando vives acá no te quieres ni acercar.

-¿Por qué? ¿Hay demasiada gente?

-Es como ir al Mercado Central en Navidad.

Salimos de la boca del metro en la Séptima. Allá afuera, una total desolación nos esperaba. Lo que hasta hacía pocos días era un panal efervescente, lucía inánime, inmóvil. Solo faltaba que el viento hiciera rodar unas bolas de heno como en las viejas películas del Far West. Solo faltaba que, de la nada, apareciera un ciervo y se pusiera a pastar entre los neones y que, de improviso, un león hambriento se le abalanzara encima como en la primera secuencia de Soy Leyenda con Will Smith. Era domingo, lo recuerdo bien porque ese fue el día en que el Perú cerró todas sus fronteras y suspendió todos los vuelos internacionales, no sin antes dejarnos afuera.

-Ahora sí, Tony, murió la flor.

-Me estás jodiendo.

-Es oficial, estamos varados.

-No te juegues así.

-No estoy jugando. Lo acaban de anunciar.

-¿Qué ha pasado?

-Cerraron el aeropuerto. No vamos a poder volver hasta nuevo aviso.

La infausta noticia nos dejó mudos y emprendimos la amarga retirada -esta vez, a pie- hacia lo que era ahora el último refugio que quedaba: el depa de Greg. En el camino paramos en un deli de árabes y compramos cantidades ilógicas de huevos, agua embotellada, tallarines, café instantáneo y atún como si, en verdad, se fuera a acabar el mundo. Y como el alcohol en gel estaba agotado, nos compramos un pomo grande de desinfectante marca Lysol y otro de Clorox para cada uno. De ahora en adelante no tocaríamos nada que no hubiera sido rociado previamente con nuestros potentes aerosoles. Al llegar al edificio, esperamos hasta que todos los que quisieran subir, lo hubieran hecho porque no estábamos dispuestos a compartir el ascensor con nadie más. Cuando por fin, estuvimos solos, subimos arrastrando nuestras compras, teniendo cuidado de asperjar los botones, las paredes, las puertas y hasta el aire mismo con los citados productos de limpieza como si se tratara de un spray ambientador de flores del campo, ignorando aún que ese coronavirus -que sus etiquetas prometían eliminar- no era el nuevo COVID-19 sino el antiguo. Pero, al entrar al departamento, nos topamos con otra sorpresilla, todavía más fatal que la anterior: el dueño de casa, Greg, nos estaba esperando, sentado en el sofá. Llevaba puesto un tapabocas y unos guantes de jebe amarillo de los que usábamos en la cocina de su restaurante para lavar los platos:

-Lo siento, muchachos pero no voy a poder tenerlos más tiempo aquí.

-No me jodas, Greg. ¡Ya no hay hoteles! ¿Adónde quieres que nos vayamos?

-No lo sé. Solo sé que tienen que irse.

Alicia en el país de las mascarillas

Escucho gritos de desesperación en mi edificio: un ¡NOOOOO! agónico y desgarrador cual si Cuevita se hubiera vuelto a fallar aquel penal. Es la reacción al cantado anuncio de Vizcarrita: habrá cuarentena hasta el Día de la Madre. Tamadre.

Estoy seguro de que los que gritan tienen la refri repleta, así que, más que hambre, su angustia se llama tedio, aburrimiento. Ya no soportan -o mejor dicho- ya no se soportan un día más. La convivencia forzada se convirtió, hace rato, en hacinamiento. Cuando ya te hartaste de sus ocupantes, no existe casa lo suficientemente grande para respirar. Mi departamento de soltero maduro es pequeñito pero el balcón da directamente al ancho mar. Hay mar por todas partes, por todas las ventanas -y no hay nada más libre en el mundo que el mar-, de modo que nunca estás encerrado. Será por eso que siempre me ha encantado enclaustrarme, recluirme, atrincherarme aquí. Así debo haber pasado la mayor parte de los últimos cinco años: en voluntario aislamiento, en retiro monacal, en perenne cuarentena. Antes de que el virus existiera, mi vida ya era exactamente igual a esto y me gustaba. Leer, ver películas, pasear al perro, cocinar, comer, dormir. Repetir. Antes salía a comer a la calle y, bueno, eventualmente, claro, hacía tele. Pero por todo lo demás, no tengo de qué quejarme, la vida sigue igual. La única cosa que ha cambiado es que ahora hay que salir con mascarilla. Y yo no podría estar más contento con tamaña obligación. Cuando tu cara ha aparecido en la tele durante las últimas tres décadas, salir a comprar el pan es un pasacalle de Yuyachkani, el dragón chino, un paseo de antorchas, el Corso de Wong. Te conviertes sin remedio en un blanco móvil. Ahora, en cambio, mi deber es mantener, siempre, mi identidad en reserva. Ahora sí que puedo descansar: dejar mi eterna ventanilla de atención al cliente porque la ley me obliga -qué alivio- a ser cualquier otro hasta nuevo aviso, me obliga a vivir enmascarado, pixeleado, en contraluz, cual estremecedor testimonio exclusivo de talk show. Para alguien cansado de llevarse puesto, la mascarilla que todos odian es, en mi caso, una encubierta bendición.

Subirme a un avión repleto de peruanos sin ser descubierto. Nunca me había puesto a pensarlo pero esa sí que iba a ser una prueba de fuego. Cuando llegara el momento de abordar la nave que me llevara de regreso al Perú tendría que evitar, a toda costa, ser reconocido porque, si a alguno de los pasajeros se le ocurría subir a su Instagram un selfie conmigo, la reacción automática en Lima iba a ser: “¿Y por qué a él? ¡Habrase visto! ¡Él tiene plata para quedarse en Estados Unidos! ¿Por qué lo están trayendo a él?”. Estaba cantado. No necesitaba que nadie me lo advirtiera. Ya conozco a mis pescados. Habiendo sido expulsados del paraíso y sin mirar atrás, Tony y yo abandonamos para siempre el depa de Greg arrastrando por la Quinta Avenida, nuestras almas y nuestras maletas cargadas de las provisiones y los pertrechos que habíamos comprado para quince días: abundantes víveres y productos de pan llevar que ahora, muy probablemente, nos alimentarían mientras esperábamos el primer vuelo chárter que apareciera, acampando en el pasillo alfombrado de algún aeropuerto, aunque todavía no sabíamos bien cuál. Sin saber aún hacia dónde correr, comencé a hacer llamadas random, a ver si alguien me daba alguna pista: llamé a malos conocidos y buenos desconocidos, las aerolíneas, los embajadores criollos, al cónsul y la lady cónsul. Todos nos empadronaban. Todos nos matriculaban en una nueva, improbable lista de espera. Todos sonaban tan o más aturdidos con la situación que yo. Nuevamente, un déjà vu: aquí estaba yo de nuevo, jalando mis cuatro chivas por estas calles, sin rumbo conocido, protagonizando una intrépida huida al revés mientras todas las puertas iban cerrándose a mi paso. ¿Quién es el hombre que corre? ¿Por qué se me estaba repitiendo una vez más, la misma escena? Mi vida era una película de Robles Godoy.

-¿Quieren un consejo? ¡Váyanse a Miami!- me dijo un neurótico funcionario consular de cuyo nombre no me acuerdo- El ritmo de contagio aquí ya enloqueció. Ahorita, Nueva York es el peor lugar para estar. En serio: váyanse.

No hizo falta que lo dijera por tercera vez, pues Tony y yo ya estábamos a bordo de un yellow taxi rumbo al aeropuerto, dispuestos a subirnos al primer objeto volador que tuviera Florida como destino. Como no podía ser de otra manera, las autoridades habían ordenado el cierre de todos los hoteles, justo ese día. ¿Adónde íbamos a llegar? No tuve otra salida que invocar el nombre de Jesús -pero no el nazareno sino mi caribeño room mate de hacía 16 años- para pedirle que se preparara psicológicamente porque estábamos en camino y le tocaba cumplir, una vez más, con algunas de las obras de misericordia, a saber: dar de beber al sediento y dar posada al peregrino. Conocido en el ambiente del baile flamenco como Chuchito, Jesús nos recogió en Fort Lauderdale con su esplendorosa sonrisa y su auto chocado. Por razones que se investigan, los carros de Chuchito, no importa si son nuevos o viejos, siempre están invariablemente chocados. No importa. Bastó volverlo a ver para reír y graznar como pajarracos y olvidarnos un rato de que las siete plagas de Egipto se cernían sobre nosotros. El escondrijo que Chuchito nos había agenciado en Miami Beach -por lo bajo o, por la izquierda, como dicen los cubanos- era un espectáculo: no tenía ninguna clase de ventana al exterior y el aire acondicionado no enfriaba pero esparcía uniformemente por todo el recinto, el moho, las esporas y los ácaros, produciéndome automáticos e inconfundibles accesos de asma que nada tenían que ver con el COVID-19. Listo para quedarme refugiado por tiempo indefinido en aquel sucucho fabuloso, me abastecí de libros, películas, rompecabezas, memoria, cuatro en raya y toda suerte de juegos de mesa vintage con los cuales aplacar el mortal tedio con el que -en mi cabeza- he asociado siempre el glamour miamero. Déjà vu número tres y seguimos contando. Pero tanta prevención y tanta vitualla, al final, fue por las puras porque, de repente, ingresó una llamada de la agencia de viajes que acababa de fletar un Boeing para mandar de regreso a Lima a los famosos chicos del Work and Travel que habían salido en todos los programas de la tele, pidiendo que los sacaran pronto de allí.

¿Aló?, ¿señor Ortiz? Llamaba para decirle que tenemos dos pasajes disponibles a 650 dólares cada uno. ¿Está interesado? Interesadísimo. Haga la transferencia bancaria al número tal. Transferencia realizada. Euforia. Brindis. Abrazos. Frenesí. Mañana por fin nos vamos de aquí. ¿Aló?, ¿señor Ortiz? Llamaba para decirle que ya no tenemos los dos asientos de 650 dólares disponibles. Lo sentimos. El avión ya está lleno. Lo tendremos en lista de espera para una próxima oportunidad. El horror. Lágrimas. Gritos. Desmayos. Desesperación. ¿Aló?, ¿señor Ortiz? Llamo para decirle que tenemos dos pasajes en Primera Clase, disponibles a 1,000 dólares cada uno. ¿Está interesado? Interesadísimo. Haga la transferencia bancaria al número tal. Transferencia realizada. Euforia. Brindis. Abrazos. Etcétera.

El avión parte a mediodía pero llegamos al aeropuerto a las cinco de la mañana, por si las moscas. Chuchito nos lleva en su carrito chocón y se despide con carita de autogol, acaso lamentando lo fugaz de la visita. Nos abrazamos muy fuerte, a riesgo de contagiarnos sin remedio, nos decimos chau una vez más. Antes de bajar, me envuelvo como una momia: pañuelo en la cara, tapabocas, lentes oscuros, pañuelo en la cabeza, gorra, guantes de jebe. No hay nada qué hacer. Soy Alicia en el país de las mascarillas. Tony me pregunta por qué no nos han dado de comer si es Business Class. Porque es un vuelo inhumanitario- le digo. Todos respiramos mal enmascarados y el avión entero es un solo ronquido. Lo bueno es que pudimos salir justo a tiempo. Lo bueno es que pasé piola. Nadie ha sospechado nada y hasta el Grupo 8 no paramos. Las chancherías clandestinas de Ventanilla nos dan la más cordial bienvenida. He vuelto al barrio, por fin y, mientras un virus voraz arrasa el planeta, yo agradezco haber podido volver a casa.