Me tardo un poquito en cerrar esa puerta que me separa del universo y lo veo alejarse en silencio, deslizándose por el pasillo alfombrado de este hotel hipster que será mi casa, al menos, por un tiempo. Sus guantes celestes, su máscara, su identidad secreta me hacen alucinarlo un superhéroe: Algún X-Men. Fantomas. El Zorro. Algún Watchmen. El Llanero Solitario. O Sanitario. Abajo, pasa una ambulancia haciendo sonar una sirena que solo imagino pues los vidrios termoacústicos de las ventanas me impiden oírla. Es mi tercera ciudad fantasma en una semana. No hay ni un alma, pero no me importa porque reconozco, con alivio, estas calles desiertas como mías. Allá, mi supermercado. Al lado, mi chifa. Mi grifo al frente y, un poco más acasito, mi panadería. Hace solo un par de días tuve un déjà vu: sentí que volvía a quedarme varado en Gringolandia por tiempo indefinido, tal como me ocurrió una vez, hace ya diecisiete largos años, gracias al mismo presidente borrachón que acaba de salir de cana a volver a chupar por una fina cortesía del COVID-19 al que hoy debe estar prendiéndole velitas Misionera. Hacía solo dos semanas que había llegado a Miami, no porque fuera precisamente uno de mis sitios favoritos, sino porque era una escala obligada en mi ruta vacacional de México hacia Nueva York y como -para Tony, compañero de aventuras- se estaba cristalizando la tan anhelada primera vez (en Norteamérica), decidí armarle el clásico itinerario de desenfreno nocturno en Ocean Drive y la consabida maratón de parques temáticos de Orlando que -pronto lo descubriría- resultan divertidos solamente hasta cierta edad. He de reconocer, no sin cierta nostalgia, que ni el simulador de vuelo de Avatar en Animal Kingdom ni la Montaña Rusa de Hulk en Islands of Adventure me produjeron la mitad de adrenalina que segregaría unos cuantos días después, tratando desesperadamente de escapar de ese gran país cuyas carreteras, ferrocarriles, ciudades, aeropuertos iban clausurándose a mi paso, uno tras otro, en impecable efecto dominó, mientras las aterradoras cifras parecían condenarlo a convertirse en el epicentro de la pandemia. A mitad de aquella aciaga semana: la noche del miércoles 11 de marzo, después de haber comprado cantidades obscenas de productos golosinarios (que hasta ahora me duran), en esa especie de Makro VIP llamado Walmart, comencé a recibir mensajes de amigos médicos que, desde su atalaya científica, me advertían que, si alguna esperanza tenía de regresar a Lima el 2020, debía hacerlo cuanto antes porque esta peste pronto se saldría de control. Al principio, la advertencia me pareció una exageración y hasta hice bromas al respecto, pero, algunas horas después, reflexionando al borde de la I-95 frente a la hermosa torre de panqueques de un desayuno de medianoche en Denny’s, decidí que -si lo que venía era el fin del mundo- el último lugar de la Tierra donde quería que me agarrara era Miami. Si hemos de morir -pensé-, muramos en Nueva York, frente a una estatua de la libertad sumergida en arena como la que encuentra el Coronel Taylor al final de O planeta do macacos en la versión de 1968, el año en que nací. ¿Muramos en Nueva York? Muramos es mucha gente. Ten cuidado con lo que deseas.