Barcelona, Barcelona
Barcelona, Barcelona

Barcelona, no Madrid, no Lima ciertamente, es la ciudad que me hizo un escritor, hace veinticinco años.

Yo vivía en Georgetown, Washington DC, allá por noviembre de 1993. Llevaba años, desde 1990, escribiendo a mano, en un cuaderno, que luego fueron varios cuadernos, la novela “No se lo digas a nadie”. Después de la derrota política de Vargas Llosa y del golpe de Fujimori, no quería volver al Perú.

Pero tampoco quería trabajar. Solo quería escribir el resto de mi vida, y escribir no era a mis ojos un trabajo, sino una fiesta, una orgía de la libertad. No quería volver a la televisión, que me parecía un burdel o un circo. Quería ser un escritor, y no me importaba si eso me condenaba a la pobreza, al exilio, a la soledad.

En noviembre de 1993 envié el manuscrito de mi novela, tantas veces corregido, a tres editoriales. Solo una, la mítica Seix Barral, me contestó desde Barcelona. Un poeta, Pere Gimferrer, me informó de que la novela, recomendada generosamente por Vargas Llosa, le había gustado y la publicaría en la primavera. Leyendo su carta, sentí una emoción tan grande que salí a correr como un demente por la calle 35, a pesar de que estaba nevando. Fue uno de los días más felices de mi vida, comparable, si acaso, a la madrugada de agosto de ese año, cuando nació Camila, mi hija, en el hospital de la universidad de Georgetown, en cuya biblioteca terminé de escribir los cuadernos de mi novela, allí donde ahora tienen mis libros.
Desde entonces he vuelto casi todos los años a Barcelona, generalmente en abril, por Sant Jordi, un día tan inspirador, en que los libros y las flores cobran una relevancia conmovedora y celebran la vida, el amor, la amistad. Tenía dos buenos amigos en esta ciudad, el editor Jorge Herralde y el escritor Roberto Bolaño. Lamentablemente, Jorge dejó de ser mi amigo cuando dejó de ser mi editor. Es el mejor editor que he tenido. Marcharme de su editorial fue una decisión que lamento profundamente. Debí quedarme en Anagrama, protegido por su mirada sabia, y no pasarme a Planeta, que hizo una oferta, allá por el 2000, que mi agente consideró imposible de rechazar.
En cuanto a Bolaño, el mejor escritor en lengua española después del boom, fue extraordinariamente generoso conmigo. Nos conocimos gracias a Herralde. Bolaño se alegró cuando gané el premio Herralde con “La noche es virgen” en 1997. Al año siguiente, él ganó ese premio con “Los detectives salvajes”. Cuando yo pasaba por Barcelona, él tomaba el tren desde Blanes y venía a verme y salíamos a caminar por la ciudad, parando en las chocolaterías, que él conocía muy bien. Presentó, leyendo un texto generosísimo, mi novela “Yo amo a mi mami”, y hasta leyó pasajes de esa novela que le habían gustado.

Acostumbrado como yo estaba a que los escritores me tratasen con mezquindad, o con desdén, o con insidia, sobre todo los de mi país, tan biliosos cuando no babosos, la amistad de Bolaño, sus palabras cálidas y alentadoras, las postales que me enviaba desde Blanes sugiriéndome mudarme a Barcelona, me dieron fuerzas, bríos, para seguir porfiando en el empeño incomprendido de ser un escritor.

Ahora he vuelto a Barcelona con Silvia, mi mujer, y Zoe, nuestra hija. Antes me alojaba en el Majestic, un clásico, y luego en el Claris, más moderno. Como de momento tengo cierto dinero en el banco (y no, desde luego, por los libros, sino gracias a mi madre), puedo dormir en el Mandarin, un hotel maravilloso. Es el primer viaje a Europa que hace Zoe, de siete años. Quería estar a su lado en esa circunstancia que tal vez le resulte inolvidable, ya que no pude hacerlo con mis hijas mayores, quienes viven en Nueva York y prefieren no viajar conmigo, porque se aburren. Así las cosas, me aferro a Zoe, a su mirada todavía exenta de reproches, y trato de redimirme con ella.
Hemos llevado a Zoe a varios parques. En el de la Ciudadela, quedó maravillada por las burbujas de jabón que echaba al aire un hombre ducho en ese oficio, y un poco más allá presenció con asombro a un bailarín argentino muy flaco, todo de negro, que ejecutó las contorsiones más arduas, y agradeció “a todos y a todas”, son los tiempos que corren. En el parque Güell, Zoe se cansó de que los turistas latinoamericanos nos pidieran fotos, y se fue a los juegos infantiles, donde no tardó en hacer amigas. En el parque Turó, quedamos impresionados por su capacidad de seducir a los niños y pasar a ser la directora o líder de los juegos. Mañana la llevaremos a la Sagrada Familia y al Museo de Ciencias, un poco de locura y otro de razón. Mi hija no ha sido bautizada, a diferencia de las mayores, que sufrieron ese oprobio por decisión de su madre, y me siento muy orgulloso de eso, pues no ha sido fácil resistir las presiones familiares.

La noche que se celebraba Thanksgiving en América, no cenamos pavo, casi mejor. Nos dimos un banquete de jamón ibérico con tostadas de tomate y aceitunas, sin que faltasen las croquetas de jamón y queso. Hemos dado las gracias por la salud y el amor, por los viajes y la libertad, por los libros publicados, ya son cuatro los de mi mujer y no sé cuántos los míos excesivos, creo que quince, qué barbaridad. Acá, en Barcelona, he publicado tres novelas con Seix Barral, tres con Anagrama, cuatro con Planeta y tres con Alfaguara: cómo podría no amar esta ciudad y sentir que le debo la vida como escritor.

Antes, además, había que pasar por Madrid para llegar a Barcelona, pero ahora hay un vuelo directo desde Miami, que debía durar nueve horas, pero duró ocho por el “viento de cola”. El vuelo se me hizo leve. Vi tres películas y el capitán anunció que empezábamos a descender y un tripulante gordo, feo y odioso me quitó bruscamente los audífonos, a pesar de que le rogué que me los dejase diez minutos más, el tiempo que faltaba para que terminase la película.

La noche de Acción de Gracias había un concierto frente al hotel. Nuestra hija bailó desatada, libre, libérrima, y, mirándola, di las gracias por todas las cosas buenas que ella y su madre han traído a mi vida. Digamos que ellas han sido el “viento de cola” que impulsa mi vida hace años. Desde que están en mi vida, lo que antes era arduo y trabajoso ahora resulta fácil y placentero, por ejemplo venir a Barcelona y acostarme a medianoche hora local y levantarme a mediodía, cuando antes, estando en Europa, me dormía a las ocho de la mañana, después de desayunar copiosamente y leer los diarios, y me levantaba a las tres o cuatro de la tarde. Todo, gracias a ellas, marcha bien: el programa, la última novela, la salud y todo lo demás.

Cuando digo todo lo demás, me refiero al Perú. De haberme metido a político profesional, ahora seguramente estaría preso, o acorralado, o bajo arresto domiciliario, o con grillete electrónico, o escondido en una embajada, rogando asilo. La mejor decisión que he tomado, después de publicar esa primera novela hace veinticinco años, es no ser político profesional ni candidato a nada en el Perú. No tengo poder, pero soy libre, mucho mejor. Y, nadando cada tarde en la piscina del Mandarin, después de tomar baños de vapor, he recordado que la única persona de mi círculo íntimo que me aconsejó no ser candidato presidencial es Silvia, mi mujer. Por eso, Barcelona luce más bella que nunca cuando, contemplándola arrobado, recuerdo que podría estar en un calabozo, si me hubiera dejado subyugar por la tentación del poder.

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