Nayib Bukele. (Getty Images).
Nayib Bukele. (Getty Images).

Felipe Schwember

La democracia parece ser un paciente en trance permanente de muerte en Latinoamérica. Esa frágil condición se explica por la inveterada debilidad que tenemos por las fórmulas populistas, por las fórmulas que prometen realizar la voluntad del pueblo o resolver sus problemas, incluso a costa de la institucionalidad por las cuales esa voluntad se expresa.

Detrás de esta enfermiza predilección se encuentra la idea de que dicha institucionalidad es un estorbo y que una forma superior o más perfecta de democracia se halla en la identificación directa entre el pueblo y su líder político.

Sin embargo, la libertad —fundamento y fin de todo orden democrático— no puede asegurarse sin esa institucionalidad, es decir, sin separación de poderes, independencia judicial, y demás reglas que garantizan los límites del poder político. Al abandonarla o al dejarla al albur del caudillo, el pueblo se entrega a la fe insensata de que tales límites no son ni serán necesarios; al abandonar la institucionalidad de la democracia formal y preferir el personalismo de la democracia populista, el pueblo se abandona a la fe en el autócrata benevolente.

Pero los autócratas rara vez son benevolentes. Entre otras cosas, porque no necesitan serlo. Solamente la extensión del realismo mágico a la política puede llevarnos a creer que el famoso dictum de Lord Acton de que el poder tiende a corromper y de que el poder absoluto corrompe absolutamente no tiene aplicación en estas latitudes.

A tenor de las últimas declaraciones de Nayib Bukele, parece que los salvadoreños pronto tendrán oportunidad para comprobar la veracidad del aserto de Lord Acton. En efecto, en cadena de radio y televisión, anunció que perseguiría penalmente a los comerciantes si no bajaban los precios de los alimentos. Al hilo de esas amenazas habló de abusos y aclaró que, aunque no se puede perseguir penalmente a los comerciantes por el hecho de subir los precios, sí se los podía perseguir por otros delitos, como cohecho, evasión fiscal o contrabando, cuya comisión le constaba. Remató con una amenaza, que bien puede ser vista como una extorsión: advirtió a comerciantes, importadores y distribuidores de alimentos que no bromeaba y que los trataría tal como a las pandillas.

Estas declaraciones son alarmantes porque revelan una concepción arbitraria del poder. Las autoridades no pueden decidir discrecionalmente qué delitos perseguir y menos aún reservarse la potestad de hacerlo, con el fin de asegurarse la posibilidad de encarcelar a sus hechores por otras conductas, que no son punibles. La autoridad debe perseguir todos los delitos, porque eso es lo que exige la justicia y el Estado de derecho. La apabullante popularidad de Bukele, por lo demás, se explica presuntamente por ese hecho. Sin embargo, con sus últimas declaraciones el presidente de El Salvador apunta las maneras de un dictador. Pero es difícil que ese no sea el caso, si puede gobernar únicamente a partir de su propio juicio y no también según las leyes. El que lo haga es una garantía para él y para su pueblo. Pese a sus infracciones anteriores a la ley y al Estado de derecho, Bukele tenía la oportunidad de terminar su primer gobierno como un verdadero héroe. Si se hubiese atenido a la ley y hubiese resistido la tentación de postularse nuevamente al cargo, habría alcanzado la estatura de un estadista. Pero decidió otra cosa. Y el pueblo se lo consintió. Con ello le dio la señal de que no le importaba si se atendía o no a la ley en el ejercicio de su cargo. Ahora solo le resta confiar en que la improbable fe en el autócrata benevolente sea por una vez cierta.

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