(Getty)
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Todos hemos escuchado acerca de un adolescente que se inflige daño. Quizá, por ejemplo, al cortarse, siente que controla el dolor evidentemente causado por, digamos, una navaja, cosa que no ocurre con algún intenso malestar de origen emocional. Si uno estira el concepto, muchas conductas —desde los trastornos de alimentación hasta el consumo abusivo de sustancias psicoactivas— son maneras de autoagredirse. La más radical y definitiva es el suicidio.

Ahora que los más jóvenes pasan buena parte de sus vidas en el mundo virtual, consumiendo y produciendo contenidos que tienen a sí mismos y los demás como protagonistas, ha surgido lo que se llama autoagresión digital.

¿En qué consiste? Pues en colgar apreciaciones negativas, agresiones sobre uno mismo, dirigidas a uno mismo, pero de manera que parezcan provenir de terceros. ¿Con qué fin? No está claro, pero victimizarse, buscar compasión, ver quiénes acuden a ayudar a la supuesta víctima. La obsesión por ser protagonista y, además, espectador de ese protagonismo —que es una manera de definir un selfie— comienza a pasar factura. Imaginemos un teatro en el que todos quieren subirse al escenario y desalojar a los actores, nadie quiere esperar su turno y terminan perdiéndose los linderos y los papeles, las coordenadas y las posiciones, los temas, el sentido de libreto y obra.

La autoagresión virtual es una manera más de estar en el centro, a través del sufrimiento y la búsqueda de aprovechar las ventajas que la sociedad da hoy a quienes se declaran acosados por atacantes desalmados. Es, sin embargo, un sufrimiento intenso que viene de dentro.

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