Desarma a cualquiera cuando alguien transmite un mensaje sentido, diciendo lo que realmente piensa. Un discurso auténtico disolvería, poco a poco, las defensas de la desconfianza y abriría, una a una, las cerraduras de las personas, entrando y grabando en cada una de ellas sus mensajes.
Eso es importantísimo —sin duda—, pero no suficiente. Los mensajes deben ser pocos y verdaderos, además de ser machacados una y otra vez en todos los medios posibles. Los adultos hacemos nuestro algo y aprendemos por repetición.
Ese discurso no se lo pido a un líder de izquierda porque —de plano— sus mensajes no son pocos ni tampoco verdaderos. Se lo pido al líder de derecha no populista que aún no tenemos. Me dirijo al que quiera rendir culto a la propiedad, la claridad y la responsabilidad; al que use —hasta la fatiga— los caminos de la libertad y la competencia.
Las personas no son tontas, saben que arreglar el país no es cosa de un día ni de una ley mágica que nos dore la píldora. El electorado peruano está cansado de que lo traten como si no supiera la verdad. Y es ahí donde un candidato puede marcar la diferencia. Decir las cosas como son, sin adornos ni filtros, no solo es necesario, es estratégico. La gente quiere líderes que no les vendan humo, que les hablen de frente y los involucren en las decisiones difíciles que hay que tomar para sacar adelante al país.
El político que se atreva a decir la verdad, por más incómoda que sea, será el que marque la diferencia. No prometiendo lo imposible, sino presentando el escenario real y confiando en la capacidad de la gente para asumir su responsabilidad. Porque la única manera de empezar a arreglar este país es con transparencia, con valentía y con muchísimo trabajo.