Me siento perdido, abandonado. Y eso que la inmensa mayoría de mis compatriotas la están pasando peor que yo. Es chocante, indignante e incomprensible contrastar a esas personas que declaman objetivos nacionales, proclaman reformas y leyes, anuncian comisiones, exponen cifras, miden fuerzas, hacen recomendaciones, juramentan cargos y cortejan electores, con el intenso e inmenso sufrimiento colectivo e individual en un país que se ahoga, literalmente, que se agita hambriento y desconsolado.

Todos esos discursos, proyectos, leyes, propuestas, análisis y explicaciones tienen algo en común: está ausente la sintonía con el dolor, les falta el drama, carecen de empatía, no tienen una pizca de acercamiento a la gente, son escasos de compasión. Sin eso, las legítimas actividades de la ciencia y la política, no importa de qué calibre o estilo, no sirven de nada frente a una tragedia que pone en peligro mortal al conjunto.

Sin convocar y trabajar con los que sufren y quienes los conocen y los representan de cerca, no importa su peso institucional, ningún pacto, congreso, gobierno, gremio empresarial o colegio profesional, podrá hacer algo que realmente cambie el curso de la pandemia. Sin movilizar las palancas de la participación que están en barrios y distritos, sin canalizar la empatía y solidaridad, sin dejar de tratar a los ciudadanos como idiotas arrumados en un auditorio mientras en el escenario sus autoridades se pelean el reflector y ofrecen recetas; ninguna cantidad de dinero ni medicamentos harán la diferencia.

Sin empatía no hay confianza; y sin ambas, la convergencia de esfuerzos que requiere una comunidad en peligro está condenada a la nada.