El presidente Vizcarra asumió el poder en marzo de 2018.
Si bien nunca mostró un plan de gobierno estructurado, fue clara su intención de hacer frente a una corrupción que él y su equipo percibían como mafias organizadas para enriquecerse, con tentáculos en el Congreso, el Poder Judicial y sectores privados.
En ese sentido, se jugó entero por el trabajo de los fiscales del caso Lava Jato y fustigó al Congreso para evitar “prácticas de encubrimiento”. Nunca vimos un enfoque integral que vinculara esta corrupción con la informalidad del país, el narcotráfico o la minería ilegal.
Dentro de sus prioridades asomaba limpiar el Poder Judicial y emprendió tenazmente una reforma política dirigida a “fortalecer el sistema democrático” con nuevas reglas de juego. Para los comicios de 2021, las reformas, dijo, darían sus frutos.
Mejoraría la calidad, representatividad y transparencia de los partidos políticos, estableciendo elecciones internas y eliminando el voto preferencial. Se habría regulado el financiamiento de las campañas, asimismo quedaría prohibida la reelección de congresistas y se anularía la inmunidad parlamentaria.
Con gran vigor impuso su voluntad vía referéndum, haciendo tambalear al Congreso con el respaldo de la opinión pública y de la prensa, que supo ganar.
El discurso del 28/7 se iniciaba reiterando estos “avances” e incidía ¡por fin! en la puesta en marcha de un programa para mejorar la productividad del país y reactivar el plan de infraestructura paralizado. Ambos temas, pilares para acabar con la pobreza. ¿Qué impulsó al presidente a patear el tablero echando por la borda todo su esfuerzo? ¿Contará la historia también estos años como perdidos?