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Redacción PERÚ21

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Jaime Bayly,Un hombre en la lunahttps://goo.gl/jeHNR

En agosto de 1994, después del mundial de fútbol, regresé a Lima como si me llevaran a una mazmorra. Estaba quebrado: moral y anímicamente quebrantado por el escándalo montado en la prensa peruana a raíz de la publicación de mi primera novela, No se lo digas a nadie, y económicamente en ruinas porque había gastado todos mis ahorros en los tres años que viví fuera del Perú, escribiéndola. Con la poca plata que me quedaba, alquilé un pequeño departamento y pedí trabajo en el canal donde comenzó mi carrera en televisión, el 5. Sus dueños me trataron con gran generosidad y me dieron un programa. Manuel Delgado Parker se dio cuenta de que yo estaba quebrado y me prestó diez mil dólares. Nunca me los descontó. En ese momento en que me encontró desmoralizado, humillado, fue como un padre para mí. No he olvidado la naturalidad con la que sacó el dinero de su escritorio, me lo entregó, me palmoteó la espalda y me dijo que todo iba a estar bien, que nada era tan terrible y el escándalo pasaría.

En efecto pasó y el programa funcionó. Era un programa simple, de entrevistas a personajes de la política y el entretenimiento. Todo era más simple en aquellos tiempos. Recién llegaban a Lima los celulares, entraba el cable con decenas de canales a la televisión, los espectadores eran menos exigentes y supongo que todo eso jugó a mi favor porque el programa tuvo muy buenos números. Mi plan era simple y así lo sabían los dueños del canal: hacer una temporada corta, de cinco meses, hasta fin de año, y luego irme del Perú a escribir otra novela, para eso tenía que ahorrar todo lo que fuera posible. Mi vida era austera, sencilla, desprovista de lujos. No compré un auto, no compré ropa de moda, usaba los ternos y las corbatas de mis primeros tiempos en la televisión, que había dejado en maletas, en casa de mis padres. De pronto tenía éxito en el programa, pero mi ilusión no se cifraba en preservar el éxito y hacerlo durar, sino en dinamitarlo a fin de año y escapar a la libertad y volver a sentirme un escritor a tiempo completo, sin hacer concesiones al circo de la televisión.

Con mi primer sueldo le compré un auto nuevo a mi esposa. Nos habíamos separado en Washington cuando se graduó de Georgetown, no quiso quedarse en esa ciudad, volvió a Lima, a la casa de su madre, con nuestra hija, y yo, que le había dicho que me iría a vivir a Key West y no volvería más a Lima, me quedé sin dinero y terminé volviendo también y me recluí en un minúsculo departamento de primer piso en la calle Los Laureles de San Isidro, cerca de la bodega de los chinos y la frutería donde encontraba todo lo que necesitaba para subsistir esa temporada de guerra en la ciudad de la niebla.

Como mi novela tuvo éxito en España, algunos diarios de ese país me pedían entrevistas, pero yo estaba tan aturdido por el escándalo y las rencillas familiares que no quería hablar con nadie, solo con la gente inevitable que veía cada noche en la televisión. Hice una excepción con un fotógrafo, Jaime Travezán, que me llevó a Villa y me hizo fotos en la playa en pleno invierno para La Vanguardia de Barcelona, yo vestido como si estuviéramos en Alaska, siempre he sido exagerado con los abrigos. Jaime notó que estaba triste y afectado por el escándalo y se fue de Lima preocupado por mí y le pidió a un amigo suyo que vivía en Buenos Aires, un modelo llamado Gabriel, que cuando pasara por Lima me llamara y visitara para subirme el ánimo.

Unas semanas después, Gabriel llegó a Lima, me llamó y quedamos en que vendría el sábado al departamento. Yo no salía a ninguna parte, salvo al canal, en taxi, cada noche. No veía a nadie de mi familia, a no ser por mi esposa y mi hija, cada tanto, erráticamente, cuando venían a visitarme en el auto nuevo con el que había mitigado mis culpas. Llegó el sábado y a la hora acordada con Gabriel sonó el timbre, me acerqué al intercomunicador y dije: Gabriel, pasa. Luego escuché la voz de mi esposa: No soy Gabriel, soy Sandra. Entró, se descompuso, rompió a llorar, pidió explicaciones, quién es Gabriel, por qué lo esperas con tanta ilusión, le expliqué a duras penas que Gabriel era un amigo de Jaime y que no lo conocía pero Jaime pensaba que me convenía conocerlo y los dos terminamos llorando, pidiéndonos sentidas disculpas, yo por no ser capaz de amarla, ella por no ser capaz de ser Gabriel. Luego hicimos el amor como si el mundo fuera a terminarse esa misma noche. Cuando sonó el timbre, no contesté, estaba con Sandra en la cama y habíamos compartido un momento fantástico de amor, en el que se entremezclaron peligrosamente el deseo, la culpa, los celos, la testarudez de hacer posible, al menos aquella noche, un amor que ambos sabíamos que no era posible, dadas mis limitaciones o mi naturaleza desigual.

Unas semanas después, Sandra me dijo que estaba embarazada. Mi vida de nuevo era un caos, las cosas no salían como las planeaba, tenía que adaptarme a la noticia de que sería padre por segunda vez. Llorando como bobos perdidos, diciéndonos promesas de amor que luego habríamos de incumplir, nos comprometimos a escapar de Lima, ella de la casa de su madre, yo de mi oscura madriguera, y pasar juntos el embarazo en Miami para que el bebé, que ambos naturalmente queríamos que fuese hombre porque ya éramos padres de una niña, naciera en esa ciudad, donde suponíamos que sería menos traumático vivir juntos el embarazo. En diciembre me despedí del programa con números estupendos, metí mis pocas cosas en unas cajas y las guardé en el depósito de un humorista español y escapé a Miami con tres ideas que machacaba obsesivamente en mi cabeza: allí nacería mi hijo, allí escribiría mi segunda novela, allí encontraría la manera de tener éxito en la televisión.

Un año más tarde, diciembre de 1995, podía sentirme tranquilo y pensar que las cosas habían salido bien en Miami: en junio nació mi segunda hija en esa ciudad, de enero a diciembre hice un programa en canal Sur, en un estudio que montamos en Lincoln Road, que funcionó bastante bien, tanto que me ofrecieron un programa los mediodías en Univisión, y el productor más importante del cine español, Andrés Vicente Gómez, llegó a visitarme con su camisa de flores en un convertible blanco y me dio un fajo de dólares para comprar los derechos al cine de mi primera novela. Ese mes, diciembre de 1995, la editorial Seix Barral publicó mi segunda novela, Fue ayer y no me acuerdo, en la que volvía obsesivamente al tema capital de mi vida, la homosexualidad y los conflictos familiares derivados de ella.

Aparentemente, todo estaba bien. Un hombre razonable, juicioso, en sus cabales, habría aceptado la oferta de Univisión y se habría quedado en Miami con su esposa y sus dos hijas, disfrutando del éxito. Pero yo le dije al presidente de Univisión que no podía rebajarme a la frivolidad indecorosa de hacer un programa los mediodías para las amas de casa, que le agradecía mucho la oferta pero tenía que declinar en honor a mi vocación de escritor. Y le dije a mi esposa que, si bien la amaba, no podía seguir viviendo con ella y mis hijas porque me sentía profunda e inequívocamente homosexual y tenía que irme lejos a encontrar mi destino de escritor gay, solitario y atormentado. Fui al consulado chileno, le expliqué al cónsul de apellido Larraín que quería irme a vivir a Chile a escribir una novela, se quedó perplejo, confundido, y, en un gesto de gran caballerosidad, no tardó en darme el permiso de residencia por un año. Renuncié a canal Sur, decliné la oferta de Univisión por considerarla deshonrosa para mi carrera literaria, abandoné a mi esposa y mis hijas y, en enero de 1996, me fui a vivir a Santiago de Chile, una ciudad en la que nunca había estado.