Todos los amores entreverados
Todos los amores entreverados

Jimmy Barclays, cincuentón, ricachón, tirando a gordinflón, es bisexual y no lo oculta, pero casi nadie le cree. Algunos piensan que, si a Barclays le gustan los hombres, es gay y punto, solo que no se atreve a decir soy gay y qué, porque se cree más interesante o misterioso diciendo que es bisexual y sus pulsiones eróticas oscilan, veleidosas, impredecibles, como las fuerzas del viento. Otros consideran que, si Barclays se ha casado dos veces y es padre de tres hijas, indudablemente disfruta del erotismo con mujeres, pero dice que le gustan los hombres para agitar el avispero y vender más libros.

Entre sus familiares también hay división de opiniones: su madre, Dorita Lerner, cófrade y donante del Opus Dei, está persuadida de que Jimmy es el más viril de sus hijos, solo que el agnosticismo perezoso lo ha hecho blando, mullido, mariconzón; su primera esposa, Casandra Maldini, no se sabe si enóloga o en realidad alcohólica, traficante de humos, no duda de que Jimmy es gay de punta a cabo, y de cabo a rabo, y es testigo de que cuando él se le trepaba libidinoso y la chancaba parejo, luego rompía a llorar como una señora; y sus hermanos, todos consistentemente heterosexuales, creen, pero no se lo dicen a cara pelada, que Jimmy es un sátiro, un depravado, siempre dispuesto a taponear cuanto orificio tenga enfrente y hacer un uso heterodoxo de sus propios orificios.

Jimmy Barclays trató de ser heterosexual, pero fracasó: a los diecinueve años se enamoró de un amigo y comprendió sollozando que estaba condenado a no ser heterosexual. Después de su primer matrimonio, trató con denuedo de ser gay, radicalmente gay, puramente gay, un gay conspicuo y orgulloso, franco y ufano, un gay con motor fuera de borda, con plumas de colores y trepado en una carroza. Pero, de nuevo, fracasó: tras años de amar a su novio, se enamoró de una mujer joven y se fue con ella y el novio despechado recorrió las televisiones más acanalladas, contando con lujo de detalles cómo se ensartaba a Barclays, a quien llamaba desdeñosamente “La Gorda Pasiva”.

La última vez que Barclays se apareó con varón fue hace ocho años, antes de romper con él, su novio: las refriegas o fricciones ocurrieron en un hotel de Bogotá. Desde entonces, no ha besado varón, no ha acariciado melindrosamente varón, no ha ofrecido sus oficios a varón alguno. Tales abstinencias no le han resultado arduas porque ama a su esposa y es harto feliz con ella, nadie ha sabido procurarle más refinados placeres que ella. Sin embargo, en una ocasión, Barclays ha caído rendido ante los encantos de un muchachón, ha estado dispuesto a arrojarlo todo por la borda para estar con él, y así se lo confesó en aquel momento a su esposa, pero la pasión o calentura no fue correspondida.

Los hechos ocurrieron de esta manera: él y su esposa viajaron a Nueva York; ella le presentó a dos amigos en esa ciudad: un actor sensible y encantador, y un modelo listo, listísimo, de gran éxito en las pasarelas y revistas de moda; una noche los cuatro fumaron una marihuana que enrolló el modelo y de pronto Barclays sintió un enamoramiento repentino e inescapable del modelo, unos deseos tan violentos e impuros como no había sentido en décadas por un hombre; los días posteriores siguieron fumando marihuana y bañándose en la piscina de un club exclusivo de Manhattan; el modelo le reprochó a Barclays que comiera helados de chocolate y estuviera gordito; Barclays y su esposa fueron testigos de que el modelo arrasaba entre los jóvenes que acudían a dicho club, quienes lo miraban embelesados y lo perseguían en celo; antes de irse, Barclays le pidió su email; ya desde Miami, le escribió muchas veces, invitándolo a Key West o Bermudas, rogándole un encuentro de naturaleza erótica; el modelo no tuvo empacho en decirle que era imposible que se fueran a la cama, porque él no deseaba ni maliciaba a Barclays en modo alguno y, a ser francos, lo veía como un señor mayor, algo perjudicado; y un día la esposa de Barclays le dijo a Jimmy que el modelo había exhibido en su cuenta de Facebook algunas de las más patéticas declaraciones de amor que él le había escrito, llamándolo “La Gorda Barclays” y prometiendo que seguiría aireando los correos: “Stay tuned”.

En cinco décadas, Jimmy Barclays ha perdido la cabeza por cuatro hombres, todos ellos aún vivos y en libertad: el actor, que fue el mejor amante de todos, un toro bravo, un pirata sin remilgos; el estudiante caradura que fue maligno en seducirlo y más perverso en rechazarlo; el novio que le duró ocho años; y el modelo que se sintió agraviado cuando Jimmy le propuso que fuesen amantes.

Si se ha enamorado de cuatro hombres, dos de los cuales le hicieron pases toreros, ¿debemos inferir que Barclays es principalmente gay? ¿Le gustan más los hombres que las mujeres? ¿Las pasiones desaforadas que le han despertado aquellos hombres son más poderosas que las que puede avivarle una mujer? No saltemos a conclusiones atropelladas: Jimmy Barclays ha dicho, con ruda franqueza, que él no es capaz de enamorarse de un alma, o un espíritu, pues duda de que tales cosas existan: él se ha enamorado siempre de un buen trasero, unas nalgas pundonorosas, un buen culo, un culito glorioso. El alma, piensa Barclays, es una ficción religiosa, pero el trasero y sus vericuetos son templos a los que hay que ir a peregrinar de rodillas.

Quienes piensan que Jimmy Barclays es más gay que otra cosa, por ejemplo, muchos de quienes han leído sus primeras novelas de honda sensibilidad gay, tal vez se sorprenderían de las amantes furtivas que él ha tenido, incluyendo, quién lo diría, mujeres casadas, mujeres que iban a verlo diciéndoles a sus esposos que no había peligro alguno porque Jimmy era gay, súper gay, inofensivo. También ha tenido éxito entre cierto tipo de mujeres, que él llama “reformistas”, que han elegido irse a la cama con él para tratar de reformarlo, curarlo, adecentarlo, meterle un polvo tan brutal y delicioso que él no quiera nunca más amancebarse con varón. Entre las primeras, las casadas traviesas que lo presentaban como un amigo gay inofensivo, Jimmy recuerda con particular afecto a la chilena, María Gracia, artista, bellísima, con quien las cosas del sexo tenían un aire conspirativo, sedicioso; y a María, argentina-austríaca, residente en Madrid, diseñadora de modas, rubia, angelical, que se entregó una vez, y no del todo. Entre las segundas, las “reformistas”, recuerda a su primera esposa, Casandra Maldini, quien ya entonces mejoraba su torrente sanguíneo con elevadas libaciones de vino; y a una novia hechicera, Daniela de Romaña, a quien amará siempre, porque ella le enseñó a hacer el amor, leyéndole los versos de un poeta, y salvándolo del remolino de la coca.

Barclays también se ha enamorado de mujeres muy putas, tan putas que cobraban por sus servicios sexuales. La mejor, una maestra, se llamaba Paola y era argentina, y llegaron a quererse tanto que ella ya no le cobraba.

Y luego están las que se espantaron cuando les propuso una aproximación: la famosa cantante, que solo condescendió a un beso inmortal, y la modelo bien despachada, que lo invitó a su casa, le sirvió un plato de lentejas y le puso un disco con sus canciones.

Pero el amor más perfecto es el que ahora vive con su esposa. Ella, la lolita, la niña terrible, la escritora maldita, la mujer valiente que todo lo puede, le ha dado a Jimmy Barclays los días y las noches más felices de su existencia, aparte de una hija maravillosa, ya de siete años, y por eso él la amará hasta el fin de los tiempos.

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