Actor Junior Béjar personifica a Segundo, el protagonista. (Retablo)
Actor Junior Béjar personifica a Segundo, el protagonista. (Retablo)

El estreno de la bella película 'Retablo' de mi amigo Álvaro Delgado Aparicio desató una discusión en redes sociales sobre si el Estado debería subsidiar el cine o no. Años atrás, otro amigo, Eduardo Mendoza de Echave, estrenó El evangelio de la carne, que también me conmovió (y tiene otras).

Otro amigo, Guillermo Cabieses, escribió un artículo en El Comercio argumentando que los subsidios al cine son “de terror”. Su argumento es impecable. Los recursos públicos son de los contribuyentes, ¿por qué asignarlos a financiar obras que concuerdan con sensibilidades o gustos de ciertos funcionarios? Yo, feliz de que mis impuestos aporten a El evangelio o Retablo, pero ¿puedo imponerlo a los demás?

Pienso en el Plan de Diversificación Productiva, promovido por el ex ministro Piero Ghezzi y alabado por un economista insospechable de estatismo como Ricardo Hausmann. Se trata de promover actividades en las que un país tiene ventajas comparativas que aún no se han convertido en competitivas. Si alguna ventaja comparativa tiene Perú, es su cultura. Y dentro de ella, su potencial cinematográfico. ¿Cuántas historias se podrían volver películas espectaculares? Desde Conversación en la Catedral hasta el amor no correspondido de Dora Mayer por el profesor indigenista Pedro Zulen o Peregrinaciones de una paria de Flora Tristán y la conquista española…

Algo que está logrando Netflix es potenciar las producciones de países que no estaban en el mapa de la creación audiovisual. El Perú podría aspirar a eso vía una diligente política desde el Estado, con visión moderna y no asistencialista. Porque las películas de mis amigos son buenazas y mundialmente competitivas. Los premios recibidos lo demuestran.

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