¡Ay, se nos han muerto la reina Isabel II y Pelé en este año, dos señas de identidad de la segunda mitad del siglo XX que parecían acompañarnos para siempre! De pronto, uno siente que toda una era se está cerrando definitivamente y que es muy mortal.

Pelé fue indiscutiblemente el mejor futbolista de la historia. Muy completo: veloz y gambeteador; explosivo y cerebral; elegante y práctico; cabeceaba muy bien y usaba las dos piernas. De lo que he visto en directo o buceando mucho en Internet, Pelé era el primero, seguido de Maradona. Messi vendría en un tercer lugar, empatado junto a Di Stéfano y Cruyff (otros dos monstruos. No sé si también incluiría aquí al genial Eusebio). Y Pelé también tenía otra gran virtud: era un caballero, un tipo impecable, que se había educado y pulido mucho desde su muy humilde origen (como Eusebio). Nunca fue un patán malcriado (como Maradona o Cruyff), un gruñón irónico (como Di Stéfano) o un marciano silencioso (como Messi). Y a diferencia de Messi, Pelé jugó en una época en que el fútbol era mucho más sucio y los árbitros muy tolerantes (sobre todo durante los primeros 15 minutos. Eso fue hasta los 90s. Una marca como la del italiano Gentile o el compatriota Reyna a Maradona o una patada o un codazo criminales como los de los argentinos Camino y Chilavert a Franco Navarro en Buenos Aires hoy serían impensables). A Pelé le cayó mucha “leña” durísima, tanto así que apenas jugó en el Mundial de Inglaterra 66 porque le lesionaron muy rápido, y no jugó la final de Chile 62 porque apenas podía caminar. ¡Tenía 17 años en su primer Mundial! Pero también sabía dar el vuelto y pegaba fuerte a sus marcadores.

Era muy macho en la cancha y si le fauleaban caía al suelo, no se tiraba y revolcaba como un payaso. Como el caprichoso Cruyff para el Mundial de Argentina 78, un ya treintañero Pelé no quiso jugar en Alemania 74 y siempre nos quedará la duda de si Holanda y Brasil hubieran campeonado de haber contado con estos dos portentos en la cancha.