notitle
notitle

Redacción PERÚ21

redaccionp21@peru21.pe

Beto Ortiz,Pandemonio

La tarde del último viernes me avisaron que mi padre había muerto. No lloré. Recién lo hice esta mañana al releer esto que escribí para él. Buen viaje, papá. Te quiero mucho. Perdóname la demora.

Cuatro docenas de hortensias blancas y cuatro de lilas. Ocho docenas de astromelias (cualquier color). Dos de yerberas, dos de esos extraños leucospermum amarillos y otras dos de perfumadas margaritas de vara. Tres docenas de crisantemos blancos y una de liatris spicata. Y para matizar: hojas de cebolla, espigas, lluvia de plata. Desde hace cuatro meses, esa es mi lista de compras dominical. Para ahorrarme la espera, llamo a hacer el pedido con horas de anticipación. A estas alturas, ya no es menester recitar el menú porque mi casera del quiosco frente a Santa Isabel sabe perfectamente lo que quiero, como el bartender que sabe qué trago servirle al borracho de siempre. Mientras me envuelven los ramos, uno por uno, con celofán, nunca tarda en aparecer –salido de cualquier parte– un espontáneo, uno de esos criollitos que tanto abundan y que te suelta siempre algo del tipo ¡Ampay!, ¡te gustaban las flooores! (Me gustan no: me fascinan, conchatumadre). Cuando está todo listo, acomodo aquella fronda en los asientos traseros y me las pico. Solo así, sumergido en la espesura de aquel bosque rodante, es que logro estar mínimamente contento: dejo atrás este cielo estúpido de medias percudidas y, en poco menos de una hora arribo, sigiloso y florecido, a mi destino: la solariega casita de adobe y portones azules en cuyo apacible, casi bucólico interior, mi padre espera. Las piernas cruzadas, el codo apoyado en el regazo, el rostro apoyado en la mano rugosa, cubierta por pecas idénticas a las que hoy cubren las manos con que le escribo estas líneas por el día de los papás, Humberto Ortiz me espera escuchando, muy concentrado, Radio Programas, como antaño escuchaba Radio Reloj mientras esperaba angustiado a que yo –cuándo no, yo, el andariego– llegara de vergelear, de vaya usté a saber dónde, como si la casa fuera hostal o matadero, a las mil y quinientas de la madrugada.

Mi padre siempre ha esperado. Siempre espera. Es una autoridad en la materia. Nadie mejor que un visitador médico para saber que lo que te toca, en esta viña, es esperar. Y es teniendo esa certeza que me espera, domingo a domingo, mientras un sol serrano reconoce, desde la ventana, la estampa digna todavía, apenas señorial de este tarmeño viejo, jorobadito, cascarrabias, eternamente sentado en su sofá. Apenas empiezan a ladrar las perras siberianas, el enfermero lo toma de un brazo y lo ayuda a pararse, a duras penas. Él se impacienta, reniega, se agita, forcejea. Que él puede solo, que no lo agarre, que no le jorobe la paciencia, que no se atreva siquiera a tocarlo con esas manos tierrudas, carijo, serrano malnacido, carachoso, muerto de hambre, raza maldita. Y blasfemando así, se oscurece todo como un cielo encapotado, se endemonia, se encoleriza y vocifera con lo que no es ahora más que un lánguido rezago de ese rugido atronador que tantas veces bastó para hacer que corriera a atrincherarme bajo mi cama, bajo la tierra, como quien intenta, en vano, salvar el pellejo cuando se avecina el huracán que, de todos modos, te hará pedacitos. Mi padre grita con lo poquito que queda de su bronca voz, ya cuarteada, pedregosa. Y lo que grita son nombres, uno tras otro, como un maestro que tomara lista, que intentara constatar asistencia en aula vacía: ¿Salo?, ¿Esperanza?, ¿Bertha? Son los nombres de sus hermanos. Nueve hermanos que fueron siempre un solo puño. Los criaron tan unidos, solidarios, inseparables, todos para uno. ¿Eduardo?, ¿Dora? ¿Antonieta? No sabe si ahora serán niños o estarán viejos. Si seguirán viviendo en esa quinta de Barrios Altos, la que quedaba justo al doblar la Peña Horadada, zona brava. ¿Esperanza?,¿Flor?, ¿Manuel? ¿Estarán vivos o estarán muertos? Al detectar a lo lejos el clásico tintineo de mis llaves, las perras se encabritan cual chúcaras venaditas. Ladran y ladran cada vez más, y yo me limito a amar la música de sus ladridos. Adoro a mis perras y ellas me adoran más que nadie. Nadie sobre la tierra se alegra más que ellas cuando llego. Aunque quizás esté siendo un poco injusto. Quizás mi padre, últimamente, se alegre tanto como ellas de volverme a ver. Quizás esté siendo un poco cruel porque, en el fondo, sé perfectamente que, como si fuera un presidiario, Humberto Ortiz se la pasa contando las horas y los días para que llegue el domingo. Porque una de las pocas cosas que aún le quedan, del todo, claras es que el domingo es el día reservado para las visitas. Aunque decirlo así, en plural suene a mala broma porque –ahora que tiene 80 años, la mente un frenesí, los ojos algo extraviados y un par de vértebras quebradas tras rodar las escaleras – me he convertido en el único, en el último pariente que viene a verlo todavía.

Mientras avanzo hacia él convertido en El Ekeko de las Flores, intentando evadir los saltos ornamentales de mis ágiles hijas para no rodar con ellas, sin remedio, por el pasto, sonrío repitiendo mentalmente la habitual letanía con que, invariablemente, me saluda: ¡Pero qué sorpresota! ¡Por fin te acuerdas de los pobres! ¡Te estaba extrañando, hombre! ¿Cuándo llegaste?, ¡cualquiera avisa! (Para él –supongo que se entiende– yo vivo siempre retornando sin cesar de algún exilio infame y prolongado). Acompañando al ruido que producen sus mocasines al arrastrarse, lentos, sobre el sendero de piedras que atraviesa el jardín, puedo escuchar también su risa asmática y constato, una vez más, con cierto alivio, lo poco que la mía se le asemeja. Una vaga pena me acomete al contemplarlo manotear para zafarse otra vez, a punta de carajazos, del férreo control de su abnegado cuidador, el cariñoso, el estoico Raza Maldita, Dios lo bendiga. Una leve, pero inédita alegría hace su ingreso en el bobo al ver a mi padre llegar a mí – confuso, gibado, inerme– abriendo sus brazos flaquísimos, quebradizos, haciendo esfuerzos por vencer la indigna opresión del collarín y levantar un poco del piso la mirada y se me antoja, de repente, imaginarlo un ave majestuosa, una garza real que despliega ante mí sus endebles alas.

Mi viejo me abraza con todita su vejez y yo también lo abrazo y trato de no apretarlo demasiado fuerte porque me parece que sus huesos fueran de cristal. Lo abrazo tratando de ahuyentar de mí una cierta, innegable sensación de incomodidad que distraigo hablándole rápidamente de cualquier cosa, por ejemplo: repasando los nombres de todas estas flores que, por supuesto, no he comprado para él: A ver, ¿estas cómo se llaman? Gladiolos. No, astromelias, ¿y estas? Crisantemos. Bien, muy bien. ¿Y tantas flores para quién son? ¿Para mi mamá? No, son para la mía. ¿Y mi mamá dónde está? ¿Ya se murió? No, todavía. ¿Y tu mamá? Tampoco. Ha viajado a Venezuela. Dime una cosita: ¿sabes cómo me llamo yo? La verdad que no me acuerdo. ¿Cómo no te vas a acordar? Por mi madrecita, no me acuerdo. ¿Y cómo te llamas tú? Humberto Ortiz. Choca esos cinco, yo también. ¿Tú también eres Humberto Ortiz? École cuatro. ¿Y tú qué vienes a ser mío? Yo vengo a ser tu hijo. ¿Mi hijo? ¡Ay, Sumatra! ¿Cómo va a ser? Ahora que todos se fueron, a eso vengo yo desde muy lejos, mi entrañable dictador caído. A eso vengo, humildemente. A ser tu hijo.

TAGS RELACIONADOS