Parece que esta vez Donald Trump se tomó en serio eso de “Make America great again”. Y, buscando ese pasado idealizado, se fue a los anales del ‘sueño americano’, guiado por la doctrina del ‘destino manifiesto’. Bajo esa lógica decimonónica, el ‘mito de la frontera’ siempre está un paso más allá, en busca el ansiado estado 51. Y el indio incivilizado siempre es el ‘otro’ por conquistar, ya sea en el ‘viejo oeste’ de Groenlandia, en el lejano norte de Canadá o en el ignoto sur del golfo de México y el Canal de Panamá.
La predestinación calvinista reinterpretada por Trump todo lo puede (o al menos todo lo quiere). Y las renovadas ínfulas expansionistas de la autodenominada ‘nación elegida’ nos retrotraen a una lógica imperial que no se veía desde la llamada doctrina Monroe, aplicada por Theodore Roosevelt. Unas aspiraciones que encajan en un nuevo orden mundial en ciernes que, irónicamente, sabe mucho al viejo orden estudiado por el geógrafo Halford Mackinder.
Según el británico Mackinder, uno de los padres de la geopolítica, si bien Gran Bretaña controlaba los mares, la amenaza terrestre siempre estaría en manos de quien manejara Eurasia, el heartland o ‘corazón de la Tierra’. Un vasto territorio rico en recursos y amplísimo en extensión, desde el cual se podía proyectar el dominio terrestre.
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En una feliz coincidencia para los nazis, parte del heartland coincidía con el lebensraum o 'espacio vital' alemán. Karl Haushofer, quien odiaba el poderío marítimo británico, proponía una alianza con Japón y Rusia para controlar Eurasia y rivalizar en los océanos. Con los años, Haushofer le sugirió a Hitler que había que expandirse hacia tierras eslavas. El Pacto Ribbentrop-Mólotov fue el punto fuerte de esa temida alianza euroasiática. Mientras duró esa pax relativa, el bloque fue casi invencible. Pero con el tiempo, se repetiría el escenario de la Gran Guerra, cuando Alemania sacó a Rusia del conflicto enviándole un arma invencible por tren: Vladimir Ilich, ‘Lenin’. Solo que esta vez sería la U.R.S.S. la que se impondría a los nazis.
Durante la posguerra, la doctrina Mackinder la siguió Kissinger, quien mandó a Nixon a China en 1972 para romper el eje sinosoviético. Antes de morir, Kissinger dejó claro que Estados Unidos debía acercarse a China y evitar un eje Rusia-China, aun si eso implicaba darle a Putin algo de Ucrania, “la cuna de la ortodoxia rusa”.
Volviendo a Mackinder, el territorio señalado como el ‘corazón de la Tierra’ coincide esta vez con el russkiy mir o ‘mundo ruso’ que Putin pretende unificar bajo el paradigma militar de la ‘defensa en profundidad’, que es consecuencia de la experiencia histórica de las invasiones de Napoleón y Hitler. El ideólogo de Putin, Aleksandr Dugin, retomó la lógica euroasiática de Mackinder.
LA ISLA MÁS GRANDE DEL MUNDO
Las declaraciones de Trump para hacerse de Groenlandia (y de paso Canadá) combinan el ‘destino manifiesto’ y la lógica Mackinder. Es un apetito por retomar la lógica imperialista que imperaba antes de la farsa del 'fin de la Historia'. Con el auge de los discursos antiglobalistas, el ocaso de los tratados internacionales y el declive de los organismos multilaterales, Trump nos conduce a una nueva era de nacionalismos e imperialismos, que tiene algo del siglo XIX y mucho del XXI. Es, por un lado, un intento por quebrar el heartland euroasiático con el control del Polo Norte. Además, es un renovado dominio marítimo por las nuevas rutas de comercio que se van abriendo conforme el calentamiento global propicia el deshielo del casquete polar. Es el mismo calentamiento que en un futuro cercano potenciará la agricultura de la isla más grande del mundo.
Groenlandia es también la frontera ártica de la OTAN. Y es un elemento vital de la “brecha” Groenlandia-Islandia-Reino Unido que protege los accesos septentrionales al océano Atlántico de las fuerzas navales rusas. No es casual que tanto los nazis como los soviéticos hayan tenido bases secretas en el Ártico.
Finalmente, Groenlandia posee importantes recursos naturales, desde minerales hasta tierras raras, pesadas y ligeras, como el neodimio y el disprosio, ambos vitales para la informática y la energía verde. También hay fuertes indicios de oro, hierro, cobre, plomo y zinc. Razones sobran.
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