El verano pasado, mientras viajaba en autobús por San Petersburgo, Mikhail Simdyankin notó carteles de reclutamiento militar que prometían “trabajo de hombres de verdad” y una paga generosa. Con 27 años, una esposa, mascotas y facturas impagas, el bono militar —que llegó a superar los 2 millones de rublos (unos 25.000 dólares)— parecía la solución perfecta. Solo tres días después de hacer una promesa informal con su esposa Ksenia, decidió alistarse.

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Simdyankin, graduado universitario y gerente de inventario, era parte de una nueva ola de reclutas rusos que, según un reportaje del Wall Street Journal, fueron atraídos por el dinero, la presión estatal y, en algunos casos, por la esperanza de evitar penas de prisión.
La decisión marcó el inicio de un descenso brutal: de un entrenamiento superficial a misiones casi suicidas en la ciudad ucraniana de Vovchansk, epicentro de los combates en el noreste del país.
“Ustedes son el grupo de asalto”
Con solo dos semanas de entrenamiento básico, Simdyankin fue trasladado a la frontera con Ucrania, donde cada día llegaban camiones con madera para trincheras y reclutas sin experiencia. Pronto recibió una orden: sería parte del “tercer grupo de asalto” enviado a Vovchansk.
El joven esperaba tareas logísticas, pero se encontró en combates casa por casa. Durante una misión para tomar una vivienda controlada por ucranianos, dos de sus compañeros murieron de inmediato. En otra operación, fue herido por fragmentos de bala y se refugió durante tres días en un sótano, convencido de que iba a morir.
“Te amo. Por favor perdóname”, escribió en redes sociales a su esposa, sin saber si el mensaje sería entregado. Estuvo a punto de suicidarse con su propio rifle. “Resultó que era más fuerte de lo que pensaba”, recordó.

Camino a la “fábrica de la muerte”
A los pocos días, y sin una recuperación real, fue enviado a reforzar una planta industrial donde solo 25 de los más de 100 soldados rusos seguían con vida. Viajó con Ivan Shabunko, un exobrero condenado que se unió al ejército para evitar la cárcel. El trayecto estuvo marcado por minas, bombardeos y una carga física devastadora: su mochila pesaba más de 40 kilos.
La escena dentro de la fábrica era dantesca. “Eran esqueletos ambulantes”, dijo Simdyankin. Sin comida ni atención médica adecuada, resistían los ataques incesantes de las fuerzas ucranianas. Cuando finalmente se produjo el asalto final, solo unos pocos sobrevivieron.
Tras su captura, visiblemente quemado y desnutrido, Simdyankin apareció en un video difundido por Ucrania. “Perdóname por ir a la guerra”, le dijo a su esposa entre lágrimas. Hoy, desde un campo de prisioneros, asegura que se arrepiente profundamente.
“Cometí un error estúpido. Si pudiera, devolvería todo ese dinero. Solo quiero volver a casa y tener una vida normal”, declaró. Su historia, como la de miles de reclutas, pone en evidencia el altísimo costo humano de una guerra que para muchos no tiene sentido, y que ha dejado más de un millón de bajas del lado ruso, según estimaciones occidentales.
