Un hombrecito que no mide más de un metro y medio aparece detrás de una de las puertas del Hospital de Emergencias de Villa El Salvador. Se llama Gimo Quinchuya Ascensio. La mitad de su rostro está cubierta por una mascarilla blanca, y la otra está desfigurada: pareciera que acabaran de quitarle 20 muelas del juicio.

Sin embargo, Gimo está tranquilo con su apariencia. Acaban de extirparle un tumor que llevaba hace 38 años, un acompañante que él no decidió tener. Una malformación vascular, un conjunto de vasos sanguíneos que cuando se rompían generaban chorros de sangre que le hacían perder mucha hemoglobina y que "en cualquier momento podía hacerle perder la vida", según el médico cirujano Augusto Anaya, quien acompaña a Gimo en los pasillos del nosocomio.

Nació el 10 de abril de 1979 en una comunidad llamada Santa Herminia, en la selva profunda de Junín. A los dos años sus padres se separaron, cada uno hizo su vida y al parecer en ninguna de ellas figuraba él, mientras el tumor recién empezaba a crecer.

Pero Gimo era muy joven en aquel entonces para entender los riesgos de llevar consigo a este acompañante. A los cinco años se mudó con su papá a Yuninaki, donde cursó hasta el segundo grado de primaria en una escuelita de la localidad.

El dinero era escaso en aquel entonces y tuvo que dejar el colegio. " Me gustaba mucho, tenía varios amigos. Nadie me veía mal por lo que llevaba en el rostro".

El tiempo transcurría y Gimo iba creciendo, al igual que el tumor que llevaba consigo. A los 18 años decidió independizarse y se fue a vivir con su abuelo. Allí lo esperaba su primo Sandro que acababa de salir del Ejército. Ambos trabajaron en la chacra del papá de Sandro por mucho tiempo, cosechando papas, yucas y demás tubérculos.

Trece años después, su acompañante había crecido considerablemente y empezó a preocuparle. Con ayuda de su primo, Gimo viajó a Lima en busca de una solución para la enfermedad que padecía. Muchas personas le prometieron ayuda, pero quedó solo en palabras. Las puertas de los hospitales se le cerraban constantemente, nadie quería correr el riesgo de operar a alguien como él.

Pero el tumor no era su única preocupación. Gimo empezó a trabajar para ganar unas cuantas monedas que le den de comer y no ser devorado por la capital.

El reloj marcaba las cuatro cada mañana y Gimo ya partía de su cuarto en Cajamarquilla rumbo al Centro de Lima. La avenida Abancay sería su primer centro de trabajo. Sin una gota de vergüenza, el pequeño hombrecito subía a los micros a vender caramelos, ante la indiferencia de los pasajeros, quienes, por miedo o tal vez repudio, evitaban cualquier tipo de contacto.

Pero subirse a un bus era cada vez más riesgoso, la gente que subía y bajaba, más los baches de la pista, podían generar un nuevo sangrado. Gimo pasó del bullicio de los vehículos al tumulto de gente en La Parada. Con un poco de ayuda logró elaborar un cartel donde explicaba su situación y pedía un par de monedas para así poder regresar al día siguiente a seguir trabajando.

Los semáforos de la avenida Grau se volvieron sus amigos. Cuando se ponían en rojo, iba en medio la pista, hacia los conductores. El trajín, más el calor y la imprudencia de los taxistas muchas veces pusieron en riesgo la vida de Gimo. Su resiliencia lo llevó a seguir recorriendo las calles, con la esperanza de encontrar un poco de apoyo.

Y el día de su suerte llegó. Caminando con su cartel por la avenida Wilson, Gimo fue sorprendido por una chica que, si bien no le prometió los doctores para su operación, dijo que ayudaría a conseguir el apoyo necesario. Es así como inició una cadena de amor para Gimo. Su fotografía empezó a circular por las redes sociales y poco a poco fueron apareciendo personas de buen corazón.

Una de ellas fue Vanesa Flores, quien al ver la imagen de Gimo no dudó en comunicarse con conocidos para gestionar la operación y los medicamentos necesarios para el tratamiento por el que debía pasar.

Luego de siete meses de su primer encuentro, Gimo es un hombre nuevo. Si bien quedan rastros de su primera operación, el solo hecho de saber que el tumor ya no está con él son motivo suficiente para ver con optimismo el futuro. Aún deberá seguir un riguroso tratamiento por los próximos cuatro años para descartar cualquier recaída, pero él está tranquilo porque ha encontrado un pasatiempo que convirtió en su trabajo.

En un colorido cuaderno amarillo figura su nombre. Al parecer es su diario. Al revisar las hojas van apareciendo trazos, dibujos, garabatos. Y es que Gimo tiene un sueño: quiere formar su empresa textil y vender morrales.

Actualmente confecciona hermosos bolsos de manera artesanal, en un albergue en Villa María del Triunfo que se ha convertido en su nuevo hogar. Acompañado de alrededor de 50 niños, los cuales presentan diferentes habilidades especiales, Gimo se sienta en la comodidad de su cama y con hilo y aguja empieza a dar forma a su obra maestra.

Espera juntar dinero suficiente para comprarse una máquina de coser y así masificar su negocio. Sueña con llevar cursos de diseño y confección y volver su nombre en su sello personal. Y es que para él, luego de haber superado a su inesperado acompañante, ya nada es imposible.

Pero no todo es trabajo. Gimo tiene una lista de cosas por hacer ahora que se ha librado del tumor: visitar la playa, un cambio de look e ir al cine son algunas de ellas.

Hace 20 días conoció el mar. Cumplir 38 años con un nuevo rostro era motivo suficiente para soplar las velas. En compañía de sus amigos, Gimo visitó la playa, sintió por primera vez la arena, la brisa; se asustó cuando una ola rompió frente a él y agua fría tocó por primera vez su cuerpo.

Él sabe que el camino aún es largo. Le esperan más horas en un quirófano, más medicamentos, más días de preocupación. Pero Gimo se siente optimista. El tumor nunca fue un obstáculo en su vida, sino una razón para luchar por sus sueños, la muestra que con trabajo y perseverancia los días buenos llegarían. Días que podrá disfrutar con un nuevo rostro.