Moisés Callañampa Huancamán era un chico de trece cuando vio por primera vez un charco de sangre. De esa sangre. Ocurrió una mañana de invierno en las faldas del cerro , mientras jugaba con uno de sus amigos, 26 años antes de que sucediera todo lo demás.

—Salíamos a jugar fútbol. Fumar no fumaba mucho, pero la familia sí: sus hermanos, sus tíos, ¿me entiendes? Droga. Se sentó a mi lado y tosió con sangre. Un charco de sangre, sin exagerar, de esa sangre. 

Tenía diecisiete años. Entonces su amigo se llevó las manos a la boca, volvió a toser como un bramido y no pudo contener la hemoptisis (expectorar sangre). Moisés solo esperó a que se repusiera. No podía hacer más, al fin y al cabo. Esa fue la primera vez que vio. Después fueron tantas.

—Le pasó a mi amigo Jorge, le pasó a mi amiga Jacky y le pasó también al amigo de mi hermano: botaban flema y sangre, bastante. Pero esas cosas pasan. Como quien dice es pan de cada día.

Y como esas cosas pasan —suelen pasar—, Moisés no vio en eso mayor amenaza, ningún rasguño de peligro. Se sabía un chico de acero, absoluto. Raras veces enfermaba.

Los años se bifurcaron como un torrente: terminó la secundaria, devino en mecánico de autos, tuvo un hijo —Moisés Junior—, se divorció una vez y después se enamoró de Rosmery, tres años menor que él. 

(Foto: Luis Paucar)
(Foto: Luis Paucar)

En general, no tenía por qué alarmarse: su negocio avanzaba sin contratiempos, se mudó a un cuarto —reducido, limitado— pero suyo por fin, y había olvidado el charco de sangre hasta esa mañana del 13 julio de 2016, cuando miraba las noticias, y una tos violenta lo arrojó al piso.

—Me tapé la boca, empecé a toser, toser y vi lo que vi. 
Su voz cae en los dos puntos:
—La sangre estaba ahí en mis manos, como agua.

Después corrió al baño y manchó el inodoro. Como se sabía un hombre de acero, Moisés se enjuagó rápido, tomó el desayuno y, en puntas de pie, sin que Rosmary se diera cuenta, fue hasta el centro de salud de San Cosme.

—Me tomaron una muestra de esputo y allí empezó todo. Me dijeron que tenía tuberculosis. Luego supe que tenía  XDR.

La variedad más letal de esta enfermedad que, además de pérdida de peso, fiebre y sudores nocturnos, pulveriza los pulmones.  

De San Cosme al centro de salud de El Pino, y de El Pino al . Durante más de un mes, de setiembre a octubre de 2017, Moisés Callañampa Huancamán, 39 años, la piel tostada, la voz un hilo, estuvo en la sala de aislados por tuberculosis en ese hospital, donde se tratan los casos más severos. 

Como tiene la variante más nociva, necesita una operación de pulmón —como otras 150 personas en el país. Y como la TBC parece una enfermedad invisible para el , hasta ahora siguen esperando. Tres de ellos ya murieron y otros 16 han abandonado el tratamiento.

—La vida no te cambia. La vida se te va. Lo que queda es soportar para que la enfermedad no te la quite, no te la robe. Uno dice A, pero la vida se empeña en darte B. Las cosas nunca son como quieres que sean.

Las cosas nunca son.

(Foto: Luis Paucar)
(Foto: Luis Paucar)
(Perú21)
(Perú21)

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El mundo conoció la bacteria causante de la tuberculosis gracias a Robert Koch, un médico alemán nacido en diciembre de 1843, graduado en la Universidad de Gotinga y estudioso de otras diez bacterias —causantes del cólera, del ántrax, entre otras— por lo cual devino en y Padre de la microbiología moderna. 

La descubrió en 1882, el mismo año en que esta enfermedad —que mataría a Simón Bolívar, Gustavo A. Bécquer, Mozart, Kafka y Santa Rosa de Lima— aniquilaba a millones de niños europeos. Aisló la bacteria, la inoculó en animales y demostró que estos organismos microscópicos eran los responsables de que una persona se enfermara. 

Koch, sin embargo, fue más ambicioso: se enfrascó en su laboratorio para encontrar un agente curativo. A la glirecina (o extracto de los bacilos) la llamó ‘tuberculina’, y creyó que ese era el antídoto. Se equivocó. 

Sanarla es, cien años después, un asunto complejo: la tuberculosis mata en el mundo a casi dos millones de personas y es, por lo mismo, una de las diez principales causantes de mortalidad en el planeta. 

Los focos infecciosos del país son, según el , la región Callao y, en segunda instancia, el cerro San Cosme, el asentamiento más grande de la capital donde la muerte es tan cotidiana como los asaltos, las balas al aire, la droga en paquetitos. 

Solo en 2008, por ejemplo, alcanzó la tasa de 1,347 casos por cada 100,000 habitantes, lo que colocaba su nombre por encima de Sudáfrica (940), Nigeria (311) e India (168).
Así las cosas.

(Foto: Luis Paucar)
(Foto: Luis Paucar)

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Hay, en el Perú, más de 31 mil personas que padecen tuberculosis —18 mil de las cuales viven en y —, lo que nos ubica como el segundo país con mayor cantidad de enfermos a nivel latinoamericano solo detrás de Haití, el centro de la miseria. 

La literatura relacionada con la tuberculosis es compleja. De acuerdo a la resistencia de la bacteria a los medicamentos, se definen tres variedades. La sensible, la multidrogo resistente (MDR) y la extremadamente resistente (XDR). Estas dos últimas son, desde luego, las más letales. Alrededor de 1381 peruanos padecen la variedad MDR —981 están en Lima y Callao—; y otros 121, la XDR —90 viven en Lima y Callao.

Una vez diagnosticada la enfermedad —mediante una prueba de esputo—, el Estado cubre el tratamiento de manera gratuita, según lo establece la Norma Técnica  —vigente desde 2013.

Allí, además, están definidos los períodos de la atención: quienes padecen TBC sensible toman once pastillas diarias y podrían sanarse en seis meses; quienes padecen la MDR ingieren 15 pastillas y se les suministra un inyectable al día por 18 meses a más; y quienes padecen la XDR hacen todo lo anterior, además de un tratamiento endovenoso, durante más de 24 meses, quizás el resto de su vida.

Tratar la TBC le cuesta al Estado lo que sigue: 812 dólares una tuberculosis sensible; una MDR, 16,425 dólares; y casi cien mil, una XDR. En ese ínterin salvaje, algunos pacientes se quedan sordos, pierden el sentido del gusto y hasta presentan trastornos psicóticos. 

Es normal. 

Yo no sabía.

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(Foto: Luis Paucar)
(Foto: Luis Paucar)

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Hay cosas que Moisés Callañampa recuerda: las moscas sobrevolando la sala de pacientes aislados en el hospital. El llanto de su madre. Los días glaciales, los pasillos oscuros y también glaciales. El llanto de Rosmery —a quien sigue besando, y sin embargo. El rostro blanco, inflexible, de sus compañeros de cama. Y aquella mañana en que, harto del dolor, harto de las pastillas, harto de las inyecciones, uno de ellos abrió la ventana, tomó fuerza y se impulsó, despacio, hacia la calle.

Hay cosas como esta que Moisés aún recuerda.

                              ***

parece el ensayo de un arquitecto psicótico. La calles devienen en laberintos empinados. Y entre las calles, las mototaxis pasan, algunos perros se mueren de sarna —o por algún accidente—, chicos de dieciocho o veinte juegan casinos, grupos de hombre treintipico toman o fuman —o toman y fuman al mismo tiempo— y a eso llaman pasar el día. 

Fue fundado el 24 de septiembre de 1946 y entonces eran pocos: veinte familias, no más, que celebraban (celebran) a la , patrona de los reclusos. De ese San Cosme, sin embargo, ya no quedan rastros: hoy son casi 27 mil habitantes —venidos de la sierra principalmente— que poblaron las faldas, después los alrededores y finalmente las partes altas. 

Solo sabiendo que la policía recibe diez denuncias diarias, y que más de la mitad de la población está infectada con TBC y VIH según la posta de salud local, se puede entender su dinámica feroz.

Son las once de la mañana de un martes de marzo.

Al frente del Jirón Ayacucho, sobre el techo del mercado minorista, hay un barrio. El barrio Las Terrazas. En la sexta casa, donde un perro come los huesos, las vísceras, las cabezas de los pollos arrojados por las vendedoras del frente, Jenny Rivero se asoma con sus dos dientes, su cuerpo flaquísimo, sus nietos.

Jenny Rivero tiene 38 años, pero parece una joven de 20. (Foto: Luis Paucar)
Jenny Rivero tiene 38 años, pero parece una joven de 20. (Foto: Luis Paucar)

—¿Sí?, ¿a quién busca?
Entre los pasillos, la ropa tendida, las sábanas, las mantas, se doran al sol del verano, pero nunca permanecen limpias: alguien las toca cada vez que pasa, algún perro siempre las utiliza como cobijo en las noches. No importa. 

—No importa, mire vea. Aquí estamos bien. Aquí estamos contentos porque tenemos casa, comida. Lo que no hay es desagüe pero se bota allí— y Jenny señala allí: a esa especie de bañera adonde va la lavaza, las aguas de los trastos sucios, las aguas con mojones.
—Mire vea, mire la caca, mire vea.

Se queja en voz baja, sin espavientos. Después espanta a una mosca necia de su boca y carga a su nieto, un pequeño de cinco años y ojos color caramelo que llora de sed.

—¿Pasamos a tu casa?
—Pasar por mí pasara, pero está mi hija y mi hermana. Y ellas no quieren. Mi hermana está enferma de lo que usted dice, pero mire dónde está, venga.

Al fondo, desparramada en un mueble viejo, su hermana Rosa Elvira se toma la última botella de cerveza con su marido y le golpea el pecho dos, tres veces. Luego le dice conchetumare y maldito, déjame, conchetumare.

Eso es todo. Después Jenny cierra la puerta y dice que eso es todo.
—Yo le he hecho ver, pero ya no entiende. Le digo lo que les pasó a la Vero, al Anthony, a Luis, al Coche. Y no entiende, ya no entiende. 

Verónica, de 20; Anthony y Luis, de 23; y José Luis, de 24, fueron sus sobrinos. Todos ellos murieron de tuberculosis, escuálidos, gritando de dolor. A todos ellos, Jenny les rezó ese día de 2011 cuando la arrestaron y la llevaron al luego de que la encontraran robando.

—Todos los de aquí tienen eso que usted dice: todos. Vomitan sangre, pero siguen borrachos, mire vea. Borrachos, como enloquecidos, así, así, así.

(Foto: Luis Paucar)
(Foto: Luis Paucar)

                              ***

—Es la enfermedad de los pobres. Silenciosa e invisible, lo cual la convierte en doblemente dañina. La pregunta es qué se está haciendo para prevenirla y hay malas noticias. Nuestro sistema de salud no está preparado para prestar una atención adecuada a los pacientes con esta enfermedad. Nunca lo estuvo: estamos al nivel de Haití— dice, al teléfono, el Decano del de Lima, Raúl Urquizo Aréstegui.

—En la calle tú escuchas: yo tengo diabetes, tengo colesterol, tengo una enfermedad en el corazón; pero no escuchas a nadie que diga: tengo tuberculosis. Cuando hablamos de las víctimas, no decimos ‘tuberculosos’ ni ‘tebecianos’, sino ‘personas que padecen tuberculosis’, ¿me entiendes? Porque una enfermedad rezagada ya no merece más rezagos— dice Carlos Rojas Eccoña, activista por la Defensa del Derecho a la Salud e integrante de la Coalición TB de las Américas. 

—¿Por qué rezagada?

—No lo digo yo. Fíjese: los medicamentos que el utilizan en el tratamiento de la tuberculosis fueron creados hace mas de 50 años y la mayoría no específicamente para esta enfermedad. Se utilizaban porque era lo que había, a pesar de las reacciones adversas. A diferencia de otras enfermedades en las que, año a año, se crean nuevos medicamentos específicos, han pasado mas de cinco décadas para tener nuevos medicamentos como la Bedaquilina y Delamanid, que son más efectivos y menos tóxicos. Tenerlos disponibles formalmente en el Perú es una necesidad. Pero parece que el Estado se avergüenza. Se supone que somos un país en crecimiento. Dígame entonces a qué país le conviene decir tengo esta cantidad de personas con TBC, si la TBC es el símbolo de la pobreza más extrema, del olvido.

Pobreza y olvido.

En ese orden, en esa condición. 

(Foto: Luis Paucar)
(Foto: Luis Paucar)

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Desde 2015, porque se acabó el financiamiento externo del , en el Perú ya no se realizan operaciones de pulmón a los pacientes más severos. A partir de entonces, los 150 con orden de operación se mantienen en espera. Llevan el tratamiento, sí, pero se mantienen en espera. Al menos tres de ellos ya murieron. 

Tras un proceso de incidencia de varios colectivos y activistas —que incluye envío cartas e intervenciones a diferentes sectores—, la ex ministra de salud dijo, a mediados del año pasado, que las intervenciones quirúrgicas iniciarían en octubre de 2017 y terminarían ese año. No lo alcanzó: en setiembre de 2017 fue sucedida por , quien estuvo en el cargo hasta enero de 2018. 

Al mes siguiente, en febrero, cuando Abel Salinas Rivas había asumido como titular del sector Salud tras una de las primeras crisis políticas, se lanzó un pronunciamiento público que devino en una reunión entre las organizaciones de afectados por tuberculosis (OATs) y la sociedad civil, así como el anuncio de que las cirugías iniciarían en marzo de este año.

Nada de eso sucedió. 

(Foto: Luis Paucar)
(Foto: Luis Paucar)

—Eso se debe a que no tenemos ninguna sala con todo el control de seguridad para operar— dice Julia Ríos Vidal, directora de Dirección Prevención y Control de TBC del Ministerio de Salud. —Aún se está terminando de construir un centro en el , que incluye un pre quirúrgico y un postoperatorio. Se ha hecho la licitación pública y en estos días vamos a operar uno. Pero a todos los que necesitan la operación [150] los evaluamos semana a semana. 

Un informe de la Contraloría de la República reveló, a inicios de 2018, algunos detalles de la problemática de la TBC. El déficit recae sobre el Ministerio de Salud principalmente por su ineficiencia: los centros de salud retrasan la atención, la detectan cuando ya ha sido transmitida —una persona con TBC puede infectar a otras diez mediante las gotitas de saliva que viajan en el aire cuando tose o estornuda—, y se aletarga, también, el inicio del tratamiento. Solo en 2016, dos mil personas fallecieron por este mal. 

—Podemos tener los mejores medicamentos, los mejores diagnósticos, las mejores normas. Pero no hemos trabajado bien el tema de prevención— reconoce Ríos Vidal. 

—Pero hay una cosa: desde 2017, el ministerio inyectó 20 millones de soles para que los los centros de salud trabajen el tema de prevención. Es más, en estos días para Lima, Callao, Ica y La Libertad. Priorizaremos mucho el recurso humano. Irán a las casas, llevarán a los pacientes. En eso estamos trabajando.

Hay algo común en los organismos estatales: el verbo en futuro, el condicional con final feliz.

(Foto: Luis Paucar)
(Foto: Luis Paucar)

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En Las Terrazas, las casas no miden más de cuatro por cuatro y son casi descartables: de madera, de calamina. Por la mañana —por la tarde, por la noche— se ve esto: gente adormecida por el alcohol, cantando canciones de Chacalón y Toño Centella. Nadie dice nada: conviven plácidos, cotidianos.

—Usted piensa eso porque no vive aquí, mire vea. 

De pie, aferrada a una escoba, Jenny Rivero dice que no es lo que parece. Que quiere irse.

—Bueno ya no tengo nada que perder, vea. Ahorita estoy esperando que me digan que tengo TBC para irme a mi rancho de Canto Grande. Lo estoy arreglando. Me saqué cinco pruebas y estoy esperando.

—¿Y qué piensas?
—Que tengo tuberculongos.
—Tuberculosis.
—Eso.
—¿Y te da miedo?
—No, mire vea. Lo que quiero es que estos crezcan bien...

Entonces, la abuela de cuatro niños, la ex presidiaria de 38, la mujer que espera la enfermedad, acaricia a su prole con una ternura salvaje y dice mire vea.

—Lo que quiero, mire vea, es que estos crezcan y se vayan adonde esté Dios.