Ahí está. Treinta y cuatro hombres lo rodean, lo protegen. Y cuatro ángeles de plata, también. Mil doscientos kilogramos lo sostienen. Ahí está él, quieto, pero ocupando cada espacio del templo, iluminado por ojos y lágrimas de la gente que ha venido a verle y que permanece quieta también, parada durante dos horas o tres; o tal vez más. Fieles que estiraron el domingo y que no han dormido; como su fe que no descansa. Como el que nunca cierra los ojos.

Faltan 20 minutos para la misa de las cinco de la mañana y Las Nazarenas ya no puede contener tanta devoción. Ahí están, abarrotados, mirando el lienzo revestido de plata, los conos de flores, y las orquídeas y cirios colocados a los pies del Señor. Ahí están, buscando un pequeño espacio entre la multitud que les permita avanzar y estar más cerca de él. Mirarlo emociona, pero tocar el anda los hace fuertes, los sana. Cientos han podido ingresar a la iglesia, algunos para cambiar rezos por milagros, otros empujados por su devoción, por su esperanza, por su desesperación, por su necesidad de creer o por algún miedo o alguna culpa de esas que pesan más que aquellas andas.

Y está ahí también un grupo de cantoras, en medio de ese templo, entonando las alabanzas al Señor, esperando que el Cristo Morado se levante de una vez para guiarlo, de espaldas, en un largo recorrido de cinco horas de coros y aleluyas por las calles. Hay cargadores rodeando todo el santuario. Cuatro mil hombros se alistan a cargar la fe de los devotos. Parado en la puerta de la feligresía, don Remigio cumple 34 años elevando al Señor. Pero hoy no le duelen los hombros, sino la edad. En enero llegará a los 75 y deberá despedirse de la cuadrilla.

El padre termina de oficiar la misa. Se colocan nuevas flores en los trinches de acero y todo va quedando listo. El capataz de la Cuadrilla 1, la responsable de iniciar este recorrido procesional, toma un martillo y golpea la campana de acero cromada, ubicada en medio de las varas centrales de las andas. Al grito de “armen”, los 34 cargadores se colocan bajo las varas y, tras una nueva campanada, se ponen de pie y alzan las andas.

Entonces, el Cristo Moreno se levanta imponente sobre sus fieles ahora conmovidos, que lo vuelven a iluminar de tanta lágrima, de tanto canto, de tanta oración, y va al encuentro de más devotos. Una lluvia de pétalos lo despide de Las Nazarenas y luego, a la salida del santuario, el tañer de las campanas, la sirena de los Bomberos, los aplausos, la banda de la FAP, las cantoras y las sahumadoras, incensando la cuadra cinco del jirón Huancavelica, que ya huele a procesión, a turrón y a más octubre que nunca.

Y ahí están miles más. Llenos de fervor, sin quitarle las miradas a ese Señor de los Milagros que también los mira. Caminan hacia atrás, vestidos de morado, con zapatos lustrados, yendo a pies descalzos o arrodillados. Implorando delante de otros, llorando sin vergüenza, agradeciendo, pidiendo protección, perdón o piedad. O solo acompañando en silencio. Como Eugenio, que parado en la esquina con Tacna no puede creer que lo siga emocionando tanto su encuentro con la sagrada imagen. “Para ser ateo, esto es demasiado hermoso”, confiesa.

Y ahí está el Señor de los Milagros. Sosteniendo de fe a una ciudad, a un país y también a esos cerca de cuatro mil hombres de las 20 cuadrillas que juran que lo han cargado a él este día.

TAGS RELACIONADOS