Barrios altos en viernes santo, durante el toque de queda. (Foto: Alejandra García)
Barrios altos en viernes santo, durante el toque de queda. (Foto: Alejandra García)

Cuando inició el brote de la del hacía calor en Lima. Salir con amigas y amigos se había vuelto mi rutina favorita los fines de semana y estar todo el día en la oficina era casi un acto desesperado por conectarme con la realidad, que cada vez empezaba a tornarse más difusa en otros países que se encuentran a miles de kilómetros del nuestro. Pero a tantos miles de kilómetros no estábamos.

Una mujer ingresa a su domicilio al percatarse del toque de queda en Barrios Altos. (Foto: Alejandra García)
Una mujer ingresa a su domicilio al percatarse del toque de queda en Barrios Altos. (Foto: Alejandra García)

Días antes de que se dictara la cuarentena en nuestro país, me quejaba de un dolor postoperatorio terrible. Me habían sacado las dos muelas del juicio del lado derecho y pensé que nada podía dolerme más que esa pulsación constante que partía desde el fondo de mi boca y se extendía hasta el lóbulo temporal de mi cerebro. De momento ese era mi problema más grande, hasta que me vi obligada a estar lejos de las personas que amo aún viviendo con ellos.

Sentada frente a mi computadora y postergando mi hora de almuerzo escuché la confirmación del aislamiento social obligatorio. Recuerdo que miré a uno de mis colegas (y amigo) y vacilé. De hecho, nos reímos juntos. No era una risa de burla, por supuesto, era más de resignación. Sin saber exactamente qué vendría después, cambiamos todo el panorama de las notas que habíamos preparado para la edición del lunes 16 de marzo, fecha en que entró en vigencia la medida anunciada por .

Recorrido por la zona de control de la Villa Panamericana, en Villa El Salvador. (Foto: Alejandra García)
Recorrido por la zona de control de la Villa Panamericana, en Villa El Salvador. (Foto: Alejandra García)

No recuerdo con precisión en qué día de la cuarentena dejé de sentir dolor de muela, pero ya se traía encima el estrés incontenible de una restricción aún sin especificaciones que nos dejaba en suspenso a los que teníamos autorización para salir a trabajar. Algunos días mi oficina fue la redacción de Perú21, otros los hospitales y centros de aislamiento e incluso, la misma calle.

Habilitación del nuevo hospital anexo San Isidro Labrador de Ate. (Foto: Alejandra García)
Habilitación del nuevo hospital anexo San Isidro Labrador de Ate. (Foto: Alejandra García)

Por un lado quería hablar con todos los médicos posibles y familiares de pacientes para poder contar una buena historia, pero la idea de estar cada vez más cerca de esta enfermedad me asustaba un poco. Tenía también la presión inmensurable de estar tocando superficies todo el tiempo, de forma involuntaria. Superficies donde pudiste haber estornudado tú, donde pude haber tosido yo o donde pudo haber reposado alguna persona infectada con coronavirus. Pensar en la posibilidad de llevar esta infección a mi casa, donde viven más de tres hipertensos y dos ancianos mayores de 80 años, me frenaba por momentos.

Recorrido por el Almacén Central de Essalud. (Foto: Fernando Sangama/GEC)
Recorrido por el Almacén Central de Essalud. (Foto: Fernando Sangama/GEC)

Han pasado 27 días desde que nos adaptamos a este nuevo estilo de vida. El para algunos, el trabajo presencial para otros, también despidos (y lo lamento). El toque de queda para todos. En 27 días he aprendido a lavarme las manos hasta por gusto, le agarré cierto cariño al alcohol en gel, pagué las deudas que me aquejaban, preparé platos que antes no me hubiera atrevido a intentar, le dije a las personas que quiero que las extraño y aunque no he podido abrazar a mis abuelos, me he sentado en la mesa a tomar el lonche con ellos al menos una vez a la semana en mis días libres.

El lado negativo, porque siempre lo hay, es que en este tiempo he percibido una falta de que hasta me genera cierta frustración. A diario al volver a casa paso por Barrios Altos, cuyas angostas calles aún gozan de la presencia vecinal. A la salida hay siempre un grupo de militares aguardando, pero dentro, al filo de esas coloridas quintas, se desconoce el aislamiento.

Familiares en las puerta de sus casa en Barrios Altos durante Viernes Santo pese a inamovilidad obligatoria. (Foto: Alejandra García)
Familiares en las puerta de sus casa en Barrios Altos durante Viernes Santo pese a inamovilidad obligatoria. (Foto: Alejandra García)

Ancianos meciéndose en la puerta de sus casas, niños jugando una pichanga, jóvenes paseando en bicicleta, ambulantes armando mercados en la pista y otros más mirando las calles desde su vereda, ignorando que desde afuera no protegen a nadie, ni a ellos mismos.

Joven paseando a su perro en Barrios Altos durante el domingo 5 de abril, fecha en que ya regía la restricción total. (Foto: Alejandra García)
Joven paseando a su perro en Barrios Altos durante el domingo 5 de abril, fecha en que ya regía la restricción total. (Foto: Alejandra García)

Lo triste es que seguramente seguiré pasando por lugares como al salir del trabajo, lugares donde aún no se entiende que, por esta vez, guardar distancia no nos separa, más bien nos salva. El único esfuerzo que debemos hacer es quedarnos en casa, pensando quizás en las poblaciones en riesgo, en las personas que no tienen una techo para refugiarse, que no tienen agua para lavarse las manos, que no tienen acceso a Internet para comunicarse, que no tienen ventanas para mirar fuera y, sobre todo, en aquellos a los que los sorprendió la pandemia y, pese a que la enfrentaron, no pudieron vencerla.

PD: Cuando abrazar ya no sea un peligro, iré corriendo hacia mi abuela.