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Covid, una dura lección | Nuestros héroes de bata blanca

En la pandemia entendimos que los verdaderos superhéroes llevaban bata médica. Un homenaje a los doctores que perdieron la vida atendiéndonos.

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En términos médicos una herida quirúrgica pasa por cuatro fases antes de curarse. Coagulación, inflamación, proliferación y maduración. Simple si hablamos de términos físicos o médicos (y por supuesto, si la suerte anda de nuestro lado). Pero qué ocurre con los otros tipos de heridas, esas que no se ven y resultan más profundas. Esas que se asientan en el alma, lugar a donde la sutura no puede llegar. Cuatro años no parecen suficientes, entonces, para superar la pérdida de una madre, de un padre, de un hijo. Justamente eso ha ocurrido con decenas de miles de familias peruanas que perdieron a alguien a causa del COVID durante esos meses infernales que tratamos de olvidar. Sin embargo, hoy es el momento de hablar de la gesta de 581 nombres. Médicos que fueron arrebatados por la muerte mientras cumplían con su trabajo.
Es una tarde cualquiera en la cuadra 7 del Malecón de la Reserva y una pareja camina lentamente por el frontis del Colegio Médico del Perú. El sol arroja una luz anaranjada de cuatro de la tarde directamente en las imágenes de los rostros de medio millar de médicos que se alzan ordenadamente en esta calle. Se trata de los galenos que perdieron la vida a causa del COVID. La pareja va leyendo sus nombres, las fechas de sus decesos, cómo si buscase conocer a partir de los ojos de cada fallecido alguna historia. Por ejemplo, en su retrato la doctora María Rodas sonríe, lo mismo que su colega Jorge García. El médico Fernando Calderón tiene una mirada sosegada. La doctora Elena Alencastre permanece seria mientras que el doctor Juan Mere muestra una risa eterna que combina con la rosa que lo acompaña. La fotografía del doctor Henry Tineo tiene un rosario rojo que se mezcla con dos estampas de Jesús. El médico Pedro Martín Fernández habría cumplido años hace unos días, esa debe ser la razón por la cual lo acompaña un pequeño globo de cumpleaños. Las dos filas, interiores y exteriores, parecen interminables. Le han dado a esta cuadra del malecón miraflorino un aire de solemnidad. Nadie transita indiferente por esta vereda. La pareja parece hacer una reverencia y continúa su ca-mino.
Parece lejano, pero hace cuatro años la barbarie se repartía en el aire. Con la sorpresa de los primeros fallecidos poco tiempo paso para reconocer que los médicos — aquellos profesionales donde recaían todas nuestras esperanzas— no eran inmortales. El 8 de abril de 2020 la muerte cobró su primera víctima en la medicina. Waymer Benites Cerna, un liberteño de 66 años graduado como médico cirujano en la Universidad San Marcos se convirtió en el primer médico caído en esta guerra. Contrajo el maldito virus mientras atendía a sus pacientes en un centro de salud en San Juan de Lurigancho.
APENAS SI FUE EL PRIMERO
En la parte superior, a la derecha del frontis del colegio una imagen muestra el rostro serio del doctor Jorge Fernando Ludeña del Águila. Lleva saco y corbata. Tiene a su diestra al doctor Paul Vera y a su izquierda al doctor José Nizama. Tenía 53 años, casado y con dos hijos cuando el virus le quitó la vida el 3 de junio de 2020. Graduado en la Universidad Federico Villarreal, entendió desde muy joven que la vida de médico era lo más parecido a un apostolado, un servicio al prójimo. Por eso que en plena emergencia nunca se le cruzó por la cabeza abandonar a sus pacientes del Centro Médico en Comas. Ni la falta de mascarillas ni de oxígeno, ni la escasez de implementos médicos lo hicieron desistir de continuar su trabajo en primera línea.
Alonso Ludeña, su hijo mayor, cursaba el segundo año de Medicina por aquel entonces. Recuerda cuando su papá vino una noche a casa con la noticia de que varios de sus pacientes presentaban problemas respiratorios combinados con dolores abdominales. Algo muy extraño, al menos por la recurrencia. Eran las semanas en donde se pensaba que el mal que atacaba China nunca cruzaría los océanos. Terrible equivocación. Para la quincena de marzo, cuando las alarmas ya sonaban en todo el país, Alonso confirmaría las sospechas de su padre. Unas semanas más tarde la enfermedad se lo arrebataría para siempre.
CUMPLIR LA PROMESA
Ahora Alonso está a poco menos de un año de su graduación como médico. Por estos días pasa la mayoría de sus horas en la sección de Emergencias del hospital Cayetano Heredia, una zona que durante 2020 y 2021 fue lo más parecido a un hospital de guerra por la cantidad de pacientes COVID que llegaban a diario. En sus pasillos aún hay rezagos de aquellos días oscuros.
—Ahora comprendo mucho más la decisión tomada por mi papá, la de nunca abandonar a sus pacientes. Ahora yo lo vivo —dice Alonso, con la madurez de sus 25 años y ya ejerciendo aquel apostolado del que le hablaba el doctor Jorge.
Sin embargo, hay algo que lo aqueja, una piedra en el zapato. No podrá cumplir con la tradición galena que permite que padres médicos entreguen los diplomas y medallas de graduación a sus hijos durante la ceremonia oficial. “Lo habíamos pensado, imaginado, desde hace muchos años”, reconoce el joven con una voz afligida, apenada. Su madre asiente. Aunque de inmediato cae en cuenta de que en realidad un deseo mayor envuelve su vida, la de convertirse en médico, tal como lo soñó su padre.
—Se lo prometí —se repite, para luego sonreír.
La última vez que Alonso pasó por la cuadra 7 del Malecón de la Reserva fue a finales del año pasado. Vio la fotografía de su padre y más allá del dolor que sintió por no tenerlo cerca, una brisa de orgullo estremeció su piel al caer en cuenta de una certeza: su padre fue un mártir, un héroe que murió sirviendo a los demás. “Como familia nos honra que las personas puedan reconocer el trabajo de mi papá. Quizás son personas que nunca lo conocieron, pero al ver su rostro allí ya saben que dio todo su tiempo por sus pacientes y en última instancia, su vida”, menciona.
El homenaje a los médicos lleva el nombre de Paseo de los Héroes y fue implementado a finales de 2021 en los 200 metros del frontis del colegio, cuando la lista de fallecidos ya era bastante larga, pero aún inconclusa. Un obelisco de mármol completa este circuito de respeto y honor a los médicos caídos, mientras que un busto de Daniel Alcides Carrión parece decirles que la tarea ha sido cumplida. Al día, centenares de curiosos observan y muestran sus respetos a estos médicos.
Quizás esa sea la fórmula. Saber que nuestro más alto reconocimiento y honor a los doctores caídos en pandemia sirve a estas alturas de medicamento para que sus seres queridos poco a poco comiencen a sanar sus heridas del alma.
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