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El doble código

El otro día fui al colegio de mi hija para un conversatorio. Era para que los padres y profesores charláramos y pensemos juntos sobre las problemáticas de estas chicas adolescentes. Tienen 14 años. Tanto las mamás como los profesores coincidían en el diagnóstico: chicas estresadas, perfeccionistas, ansiosas, que sienten que no están a la altura. Toman café, hacen “all nighters” (amanecerse estudiando). ¡Pero tienen 14!

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El otro día fui al colegio de mi hija para un conversatorio. Era para que los padres y profesores charláramos y pensemos juntos sobre las problemáticas de estas chicas adolescentes. Tienen 14 años. Tanto las mamás como los profesores coincidían en el diagnóstico: chicas estresadas, perfeccionistas, ansiosas, que sienten que no están a la altura. Toman café, hacen “all nighters” (amanecerse estudiando). ¡Pero tienen 14!
Al igual que en el “diagnóstico”, padres de familia y profesoras coincidían en el “tratamiento”: hay que decirles que se relajen, que disfruten del aprendizaje, que no sean perfeccionistas. Es decir, papás y colegio parecían estar de acuerdo en que había que ayudar a las chicas a relajar. Sin embargo, al mismo tiempo, decían los padres que estaban muy interesados en que sus hijas sacaran las mejores notas a partir de tercero de media en adelante porque esas notas iban a pesar más para la universidad. En el camino también pude notar a las profesoras decir con mucho orgullo que el programa de bachillerato que tienen en el colegio “es el más exigente” del medio, y sonreían. Es decir, tanto los padres como los profesores quieren que las niñas se relajen, pero, al mismo tiempo, les dan el mensaje de que tienen que ser muy competitivas. En un momento de la charla la directora también dijo algo penoso: “Las chicas tienen un doble código; por un lado, son muy amables entre ellas cuando están cara a cara, pero luego tienen sus argollas y se bulean por WhatsApp”.
Yo miraba todo esto y asociaba a familiares, pacientes y amigos que sufren exactamente de lo mismo a los 30, 40 y 50 años. Me cuentan que en sus trabajos también hay un doble código: por un lado, se les intenta dar un mensaje positivo, para disfrutar el trabajo, tener buenos vínculos, respetar los horarios, pagar lo justo, etc., pero, por otro lado, el código implícito es ‘trabaja horas extras y no te quejes’, ‘eleva la productividad’, ‘te vas si no hay buenos resultados’, ‘te boto si no rindes’…
Desde arriba hasta abajo hay un doble código en nuestra sociedad, un mensaje esquizofrenógeno. Los dueños presionan a sus gerentes generales, los gerentes generales presionan a sus subgerentes, los subgerentes a sus equipos, y así sucesivamente. Los padres, a su vez, quieren que sus hijos sean felices, que disfruten del aprendizaje, que cultiven la amistad y los vínculos, pero el mensaje del mundo es que, si no compites, te mueres.
¿El problema entonces es la competencia? Pienso que sí y no. Si la competencia es excesiva y enfermiza, definitivamente hace mucho daño. Genera, como en el juego de la silla, que algunos queden dentro y otros fuera. Envenena los vínculos. Pero, si la competencia es sana, moderada y, sobre todo, combinada con autoestima y amistad, nos hace mejorar y crecer.
Desde el colegio hasta la empresa, lo que está faltando es una integración entre la competencia y la amistad. Entre el aprendizaje y el disfrute. Entre el trabajo y los vínculos. Entre la exigencia y la consideración. Productividad y balance.
Quizá si los padres de familia no estuviesen expuestos a un sistema de doble código en sus trabajos, donde se contrata a una sola persona para que haga el trabajo de dos, donde no se respetan los horarios laborales, y en donde la psicología del propietario no estuviese comparándose tanto con sus pares pensando que ganándoles van a obtener mayor autoestima, estaríamos mejor.
Tal vez no es imposible integrar la pasión con la amistad, o la competencia con los vínculos más humanos, o incluso la amistad con la rivalidad. Después de todo, esa es nuestra esencia.
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