Dos días antes de , Carolina fue a comprar enlatados al mercado de su barrio y vio esto: las ambulancias con la sirena encendida, la policía cerrando el paso de los carros. Tres personas se habían lanzado a las vías del metro esa tarde.

Carolina aún recuerda los cuerpos magullados entre los rieles. No quiso más nada. Caminó de regreso a casa, esperó a que llegara Ronald, su esposo, acostó a sus tres hijos y, luego de rezar, se quedó dormida.

Al día siguiente, el 23, las cosas no habían cambiado mucho: el arroz se había acabado, y también los frejoles, el azúcar, la leche, el café. Entonces, como siempre, esperó a que Ronald llegara del trabajo —les llevaba un pan para los cuatro—, acostó a los niños y, después de rezar, se quedó dormida.

El 24 de diciembre de 2016, muy temprano, al despertarse, Carolina y Ronald se miraron las caras porque ya no tenían nada. La los había consumido. Solo entonces juntaron unas maletas —tenían muchas; no las usaban desde hacía años— y él se ofreció a venderlas en el mercado mientras Carolina se las arreglaba, en casa, el resto del día.

No pudo hacer demasiado: ese miércoles, como muchos otros, no hubo para el desayuno, no hubo para el almuerzo, no había nada para la cena.

Faltaban dos horas para la Nochebuena cuando Carolina no soportó más. Se tomó el rostro: le empezaron las náuseas, la respiración entrecortada. Después se desmayó. “Es que ya no podía resistir, mire vea, ya no podía más nada, oyó”, dirá más adelante.

Sus hijos la atendieron con agua de azahar y paños calientes. Era tanto y tan poco. Lloraban. Ronald tocó la puerta mientras la atendían y lloraban. 

Estaba cansado, pero traía buenas noticias: había vendido las maletas usadas y había comprado carne —un trozo minúsculo—, además de masa de maíz —un cuarto de kilo apenas. Carolina, entonces, se levantó como pudo, le contó lo del desmayo y las náuseas, tomó la bolsa de compras mínimas, sonrió un poco, fingiendo casi, y después entró a la cocina: preparó arepas, salteó la carne sin aliño. Sirvió y comieron. Comieron despacio, sin pretensiones.

Venezolana
Venezolana

Mientras la iluminaba el cielo con fuegos artificiales, en esa casa modesta de San Juan de los Morros, , ella y su familia sobrevivían. Una semana después, ese año se terminó. 

Y se terminó, luego, el 2017: 121 venezolanos habían muerto para entonces, y otros 1.958 quedaron heridos desde el 1 de abril, cuando comenzaron las protestas contra el gobierno de

DEJARLO TODO 

Pero fue recién a inicios de 2018, cuando Carolina y Ronald —hartos de la violencia, de la pobreza rampante, del miedo— decidieron dejarlo todo: largarse de ese país descompuesto, infecto.

—Salimos del terminal de Venezuela a la una de la noche. Sin pasaporte. Llegamos a Táchira y por allí pasamos a Colombia como si fuéramos a comprar. Tan pronto pudimos, avanzamos hacia el terminal de Bogotá. Agarramos el bus, llegamos a las doce de la noche. Pura escala, pura escala. Así hasta Ecuador y de Ecuador, acá.

Carolina no recuerda los nombres de los lugares por donde pasaron; fueron tantos. Lo que sí recuerda es el aire helado de los terminales, de los grifos, de las carreteras donde durmió junto a Ronald. 

Durante todo el viaje, la policía detuvo dos veces los buses en los que viajaban. Solo una vez presintieron que los iban a devolver, pero se escondieron en el baño.

—Yo le decía a mi papá: ayudemé, papá, desde el cielo. Llegamos a Lima a las once de la noche del cinco de enero del año en curso. Una vez aquí no sabes la alegría que sentimos. Nos abrazamos. Un peruano nos ayudó. Nos llevó a su casa, nos dio comida, nos pudimos bañar. Y él nos acompañó hasta este albergue.

El 5 de enero, por la noche, Carolina y Ronald llegaron al jirón Olmos 248, en la Urbanización Canto Bello, . Aquí, desde agosto de 2017, funciona un albergue para venezolanos. Una vez que consiguieron trabajo, gran parte de los refugiados alquilaron cuartos, casas, pequeños departamentos.

EN EL 'BARRIO CHAMO'

Así, ayudados por el alcalde Juan Navarro, inauguraron el primer 'barrio chamo' de la capital.  Fue en noviembre del año pasado. Hoy Carolina Morales es la recepcionista, y una de los setenta refugiados registrados hasta la fecha. 

Porque nunca se sabe: mañana pueden ser 80, 90, 100. Todos los días alguien toca la puerta en busca de un espacio donde quedarse, de un plato de comida.

—Es duro, viste. Aquí estamos formando un pedacito de la patria que nos quitaron. Pero igual es difícil. Mejor dicho: imposible. No es igual, nunca es igual, oyó. Pero aquí al menos nos limpiamos con papel higiénico — suspira Carolina—: allá no.

Venezolana
Venezolana

                                    ***

Lili Bolívar y René Dueñas se conocieron en un gimnasio. Al poco tiempo, Lili se convirtió en su entrenadora y amiga: le contó que tenía tres hijos, que se habían quedado solos allá, que quería traerlos. Entonces, René —un venezolano que vive en Perú desde hace más de una década—, se ofreció a ayudarla. En unos días llegó Súquer, el hijo mayor de Lili, y después, también, Azucena. 

Para entonces las calles se habían llenado de vendedores de arepas: René y Lili levantaron, entonces, una fábrica de harina precocida. Empezaron las labores en agosto de 2017. La harina se vendía poco a poco. Con empeño y dedicación. 

Así fue hasta que, una mañana, Azucena descubrió que tenía el don: que las arepas que preparaba sabían deliciosas. Desde entonces, la empresa viró a “Deli Bomba”. Y Deli Bomba es un boom desde mediados del año pasado, cuando la ola de migración venezolana se disparó: tienen hasta diez pedidos semanales.  

—Era agosto, setiembre, cuando decidimos abrir el refugio. Habían demasiados allá afuera, en la calle, vea. Y eran los nuestros, podía ser tu hijo o tu hermana— dice René, por teléfono. 

De modo que la fábrica fue, a la vez, un albergue. Compró colchones. Compró camarotes. Compró sacos de arroz y frejoles. No hizo falta esperar mucho, comunicar demasiado: primero fueron diez, luego veinte, después cincuenta. Pero después fueron tantos.

Desde entonces, por aquí han pasado, según Azucena, unos 600 venezolanos.
—Una vez que ya encuentran trabajo, la mayoría se busca estadía por acá cerca, siempre se reúnen. Por eso lo llamaron el barrio chamo.

En noviembre de 2017, el alcalde de , Juan Navarro, lo inauguró con ese nombre: 'El barrio chamo'. Pronto su fama se esparció hasta llegar a la televisión: a veces, desde aquí, se realizan enlaces en vivo. Cuando hay temas de coyuntura venezolana, algunos periodistas vienen en busca de alguna declaración.

Y ellos, como siempre, sonríen, cuentan su historia, dicen “a su orden, hermano” y se despiden amables. Nadie, sin embargo, se fija en los demás inquilinos: en ese silencio, en esa incertidumbre, en esa impecable soledad que muerde la pared de los cuartos, las camas desatendidas, la ropa a medio lavar.

Venezolana
Venezolana
Venezolana
Venezolana

Los sueños robados

El 22 de enero hubo un cumpleaños en el albergue. Por un altoparlante sonaba música llanera, mientras compartían pabellón criollo (arroz, carne desmechada, caraotas negras fritas y plátano maduro en tajadas). 

Ese día, como todos, llegaron dos más: Estefany Toreti y Carlos Soto, veintitantos años. Se hicieron novios desde que terminaron el secundario, en

Después ella empezó la carrera de Contabilidad y Artes escénicas. Él, en cambio, Ingeniería informática. Reunieron noventa dólares a lo largo de un año y se fueron, por fin, el 16 de enero.

—Dijimos: O nos vamos ahorita, o no nos vamos nunca. Y aquí estamos. Aquí en el albergue hay regados venezolanos de los 23 estados. Y están viniendo más. Es lo que toca— dice Estefany, entusiasta, sonriendo, mientras come pan con tortilla. 
—Como dice ella, es lo que toca— asiente Carlos, la mira y también sonríe.

No hay medicina. No hay comida. No hay dinero. Según los últimos registros, cada día se suicida al menos un venezolano. 

Chicas de diez, doce, quince años quedan embarazadas y, cuando dan a luz, abandonan a sus niños en la basura, al pie de las quebradas o en bolsas de polietileno. No podrán comprarles leche, los pañales. No podrán: el sueldo mínimo de un venezolano equivale a un dólar, casi diez soles.

Venezolana
Venezolana

—Somos el futuro pero tampoco nos podemos perder de vivir. El gobierno nos está quitando la pasión por un capricho. Y somos jóvenes, oyó: jóvenes. Nosotros tenemos un motor aquí, adentro, y no es justo que nos quiten ese sueño.

Son casi iguales. Las historias son casi iguales. Luis Miguel Colmenares llegó, hace cinco días, junto a sus hermanos Luis José y José Miguel. Desde el estado de Sulia, , salieron con apenas cien soles. El viaje les tardó más de quince días. 

Angélica Salas, madre de familia, contadora, un hijo, también llegó en busca de un refugio y trabajo. Génesis Torres, madre soltera, tiene una niña hermosa de ojos verdes que llora de vez en cuando porque extraña, porque tiene fiebre, porque quiere hacer pis. 

Yencer Urbañez, flaco como una rama, 36 que parecen 60, gorro, deja la entrevista a la mitad porque se acuerda de sus tres hijos, de su esposa y no, no quiere que lo vean así. Se va. Y están todos los demás.

En un refugio se comparte todo: todos extrañan, todos lloran, todos se abrazan, todos sufren cuando alguien se va. Hay, también, quienes duermen en los camarotes para no recordar ni llorar. Muy pocos, como Estefany y Carlos, dicen ya pasará, ya pasará. 

Por la noche, se reúnen en una sala para ver televisión. Antes de dormir, tomados de las manos, rezan. La oración está pegada en la puerta principal y es así:

Mira que te mando que te esfuerces y seas valiente. No temas ni desmayes porque Jehová Dios estará contigo donde quiera que vayas. Amén.

                                  ***

Venezolana
Venezolana

es un país que se deshace. Según un informe del Observatorio de la Voz de la Diáspora Venezolana, más de dos millones de sus habitantes se han ido en los últimos 18 años, desde la llegada del al poder. Un 30% de los que queda, en tanto, alista sus papeles para irse. 

Entre los destinos elegidos está Colombia, Brasil, Guyana, El Caribe, España, Estados Unidos, México y Perú. De acuerdo con más de 100 mil venezolanos viven hoy en el Perú. 25 mil tienen PTP (permiso temporal de permanencia), 75 mil están en calidad de turistas y otros 5 mil como residentes. 

En julio del año pasado, en su mensaje a la Nación, anunció la ampliación de la vigencia de los beneficios de este permiso. Aquí, al menos, pueden trabajar en lo que sea y enviar dinero. 

De eso, entre otras cosas, hablaba anoche Carolina y su familia. Anoche, también, su hermana le pidió que le enviara una foto. Carolina se hizo un selfie y le pidió lo mismo.

—Y ella me dijo: ay, hermana, qué guapa y gordita está usté. Le pedí, mi amor, pásame una de mis niños y de mami. Me pasó y estaban flaquísimos, los ojos hundidos, madre mía. Flaquísimos.

Por primera vez, Carolina llora. Llora con los labios apretados. Toma una lágrima, luego otra, y las disuelve entre sus dedos.
—Por eso no me gusta hablar de esto. Me pega fuerte, oyó.

Venezolana
Venezolana

El día en que se fue, Carolina —que trabajaba cuidando a una señora adinerada— se despidió por teléfono. Sus hijos estaban en casa de la abuela.

—Le dije a la mayor: ya no voy a ir a casa, mami, me voy a trabajar con papá. Me voy pal Perú. Y ella no entendía qué era .

Hoy Advá, su hija, tiene nueve años y cree que la abandonó. Cuando la llama, le habla como si fuera una extraña. Daniel, el segundo —que tiene anemia—, entiende poco, o está empezando a entender.

Ángel, el último, ni siquiera es capaz de suponer nada. Carolina dice que arriesgó todo por estar acá, pero ahora lo dejaría para ir con ellos. Ha calculado que le hacen falta 20 mil soles.

—Ahorita mandé 60 soles y en dos días ya no tenían plata. A este paso no sé si los volveré a ver. 

Solo una vez Carolina estuvo a punto de morirse. Fue durante el segundo parto. Su hijo nació a los siete meses; la complicación devino en una hemorragia feroz. Estos días, lejos de sus hijos —dice—, son lo más parecido a eso: una herida viva que no deja de sangrar.