(Luis Gonzales)
(Luis Gonzales)

Redacción PERÚ21

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Juan Carlos Fangaciojfangacio@peru21.com

Lima suele ser fría, pero nunca tanto. Anoche, el Estadio Nacional replicó la apatía gélida de los hinchas de la selección peruana de fútbol. Pero aquí no había estrellas lesionadas ni goles recibidos al último minuto. Teníamos a los míticos listos para hechizarnos con tres horas y media de música. 41 canciones, señores, aunque no muchos parecían disfrutarlo.

Y aunque siempre resulta difícil separar la entrega del artista y la respuesta de su público, Robert Smith parecía inmutable a las reacciones, trabajando en silencio, celebrando su propia locura, envuelto en una camisa de fuerza más creativa que apresadora. Smith y su mundo interior, Lima como simple espectadora.

Tras el arranque con Open y clásicos como High y Lovesong, el primer pico de la noche llegaría con Push, que ya marcaba la mencionada desconexión con el público. Smith se balanceaba como un muñeco, dejaba escapar gritos y gruñidos histéricos, lanzaba miradas psicópatas enmarcadas en delineador. Y aunque esos mohines de delirio seducen sin falla, el espectáculo no es gratuito ni supletorio. La voz –lo esencial– sigue intacta.

Pictures of You nos recordó la nostalgia amorosa, pero también la melómana. La de las revistas recortadas o los afiches en las paredes del cuarto. Lullaby nos sometió a una dulce pesadilla, y la extraordinaria Fascination Street nos jaló hacia una tromba en la que el neón es un elemento lisérgico cotidiano.

Como en sus más de 30 años de carrera, The Cure mostró cuán mutable puede ser. Un concierto en el que los estados de ánimo variaban entre los laberintos de A Forest, la experimentación con Bananafishbones, la desgarradora balada Trust, o la aspereza oscura de One Hundred Years. Bailar, sufrir, llorar o todo a la vez. No importa nada si todo tiene cura: "It's the price we pay for happiness".

FIESTA Y DESENFRENOFin de la primera parte y la cura se iría y volvería al escenario hasta en tres ocasiones. El primero de los encore, con una delicada selección del 'Kiss Me, Kiss Me, Kiss Me': tres temas no necesariamente apegados al lado más comercial del álbum, pero que sacudían emociones. If Only Tonight We Could Sleep como pieza maestra.

Pero sería el set del clásico disco 'Disintegration' lo que marcaría lo mejor de la noche. Alquimia pura para que Smith y compañía mezclen como nunca oscuridad subterránea y destellos celestiales. Plainsong, Prayers for Rain y Disintegration estremecen y purifican en vivo tanto como lo hicieron desde su aparición en 1989, un punto de inflexión en su década.

El último tramo sería una arremetida incansable de 10 canciones más, estas sí con mucha llegada a una masa desenfrenada –o al menos a los que tuvieron piernas para resistir hasta esa hora–: la notable The Caterpillar, acompañada de The Lovecats y Close to Me, armaron la fiesta previa a la vorágine que serían Boys Don't Cry, 10:15 Saturday Night y Killing an Arab. El lacónico Robert se despidió con un escueto "gracias" y sutiles reverencias al público. Su silencio ya no parecía salido de la locura, sino de la timidez de un adolescente que le dio no una, sino muchas voces a varias generaciones. El mismo freak que este domingo cumple 54, pero que será siempre un 'chico imaginario' para alegría de todos.