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Redacción PERÚ21

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Gregorio Martínez

Octubre es el mes de los zorros, de los zorros de abajo. Entonces salían de sus guaridas en las noches para apagar con sus concatenados aullidos de encelo el canto de las sirenas que llegaba desde el mar a través del desierto de Pampa de Mocos. Por lo mismo, eran las hembras, siempre, las que más se alistaban para el combate nocturno y las que llevaban la bandera de los aullidos. Esto es lo que yo viví en Coyungo de niño, a oscuras, entre aterrado y maravillado, en medio de los guarangales, allá, en Los Batanes, al otro lado del río, lejos de la ranchería de la hacienda.

Pero en el hemisferio norte, donde vivo circunstancialmente por ahora, no por necesidad profesional ni económica, sino más bien por pasión y mañosería, octubre es en abril, en el mes más cruel que menciona el medio nazi T.S. Eliot, cuando brotan lilas en las tierras baldías, unas lilas de mala entraña que están en las narices de cada quien, pero que nadie ve por torpeza urbana.

Entonces, en abril es cuando me asedian los zorros, especialmente las hembras, aquí en Arlington donde vivo, al otro lado del río Potomac, en medio de cúmulos de viejos robles que quedaron cuando en la década de 1940 se arrasaron los pantanos para construir el Pentágono, el complejo de la guerra eterna.

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