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Redacción PERÚ21

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Marlon Aquino

Cuando escribe, le sale espuma. Será que nació, allá en Medellín, un día en que Dios estuvo enfermo, grave. Eso sospechamos todos aquellos que tras haber leído alguna de sus novelas, (1994), por ejemplo, hemos quedado afectados por una de las prosas más descarnadas, iconoclastas y rabiosamente sinceras del continente. Y tal vez lo sospechan también quienes han escuchado o leído sus discursos y declaraciones. Como cuando al recibir el Rómulo Gallegos en 1993 por su novela El desbarrancadero dijo en que «[…] me pongo siempre, por predisposición natural, del lado del patrón y no de los trabajadores. ¡Ay, los trabajadores! ¡Qué trabajadores! Viendo a todas horas fútbol por televisión, sentados en sus traseros estos haraganes. ¡Que les dé trabajo el gobierno o sus madres! O la revolución, que es tan buena para eso. Y si no vean a Cuba, trabaje que trabaje que trabaje. En Cuba todo el mundo trabaja. ¡Pero con las cuerdas vocales!».

Este discurso, en el que la literatura quedó de lado, expresaba tanto un profundo desprecio hacia la humanidad, como una apasionada defensa de los animales. «Que se hacinen [los seres humanos], que se amontonen, que copulen, que se jodan. A mí los que me duelen son los animales. […] El demonio sólo cabe en el alma del hombre. ¿No se dio cuenta Cristo de que él tenía dos ojos como los cerdos, como los camellos, como las culebras y como los burros? Pues detrás de esos dos ojos de los cerdos, de los camellos, de las culebras y de los burros también hay un alma. […] Así, las estructuras cerebrales por las que sentimos el hambre, la angustia, el miedo, el dolor, las emociones, son iguales en nosotros que en el simio, en el perro o en la rata. ¿Cuántos millones de simios, de perros y de ratas hemos rajado vivos para llegar a estas conclusiones?».

El complejo y polémico pensamiento de este polifacético escritor colombiano (ha sido director de cine y ha escrito libros sobre gramática y biología), además de aspectos de su vida cotidiana en México, fueron retratados en el documental (2003), dirigido por su compatriota Luis Ospina. Personalmente, puedo decir que la hora y media de su duración no pude apartar la vista de la pantalla un solo instante. La sinceridad, en nuestros días, en nuestro país, es un bien tan escaso que cuando uno se encuentra frente a un hombre o una mujer que dice lo que verdaderamente piensa y siente, por más en desacuerdo que esté uno con él o ella, no queda más que mostrar admiración y escuchar con respeto.

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