Por: Omar Manky, Investigador del Centro de Investigación de la Universidad del Pacífico (CIUP)
A diferencia del de hace un par de semanas, el paro del jueves 10 trascendió al sector transporte limeño. Numerosas asociaciones de comerciantes y bodegueros, entre otros gremios, cerraron sus puertas como medida de protesta frente a la inseguridad ciudadana. Desde hace meses los robos y extorsiones no se limitan a grandes empresarios, sino que afectan a mototaxistas, pequeños comerciantes y, potencialmente, a cualquier persona que busque ganarse la vida honradamente.
Frente a esta situación escuchamos las habituales críticas a la protesta. Algunos argumentan que los grandes problemas del país se resuelven trabajando más o estudiando diligentemente, mientras otros se oponen a la "politización" de la protesta. Estas posturas, herederas del mantra que guió a los peruanos durante las últimas décadas, ignoran una realidad fundamental: las luchas laborales pocas veces son simples demandas económicas. En cambio, suelen implicar cuestiones más amplias sobre derechos y dignidad. En contraste con otras huelgas, sin embargo, esta no demandó mejores salarios. Es un grito por el derecho a vivir. Una recategorización de la seguridad laboral, que se vuelve primaria: "no te exijo un salario digno, sino que evites que me maten". La demanda habla del nivel de nuestra crisis.
En medio de la desesperación, las personas comienzan a juntarse, recordando que frente a problemas comunes, la solución no puede ser individual. No se trata solo de poner más rejas en la tienda, instalar cámaras en los vehículos o armarse para defenderse. En cambio, de forma desordenada y sin un plan claro, se reclaman respuestas públicas. ¿Puede esto no ser político? No estoy seguro sobre si es un despertar que permita ser optimista. Pero ver a diferentes gremios de trabajadores y empresarios reclamando a las élites trae de vuelta una idea que parece incendiaria estos días: se vale reclamar, y si no imaginar un futuro mejor, por lo menos sí exigir que no quiten lo poco que se ha conseguido. La alternativa - pagar a los extorsionadores, cerrar negocios, enfrentar el peligro a solas - parece cada vez menos sostenible para los peruanos que se han quedado.
Por supuesto, este camino presenta desafíos. La fragmentación de la sociedad civil es profunda, y la falta de cohesión, fácilmente explotada por las bandas de extorsionadores, también es útil a un gobierno acostumbrado a actuar con impunidad. El camino por delante es incierto, y no hay recetas sencillas. Sin embargo, la historia recuerda que cuando la gente se une puede transformar sus condiciones de vida, aún frente a elites mediocres. En las calles de Lima hoy no solo se reclama el derecho al trabajo, sino el derecho fundamental a una vida digna. El desafío será fortalecer esos lazos de solidaridad que, aun en los momentos más oscuros, permitan imaginar un futuro donde la seguridad no sean un privilegio, sino un derecho de todos.