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Motivador discurso de FOZ sobre la ética empresarial [VIDEO]

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Fecha Actualización
En una destacable participación durante el CADE Ejecutivos, el fundador y presidente del directorio del Grupo Apoyo, Felipe Ortiz de Zevallos, brindó un discurso sobre la importancia de la ética empresarial en tiempos tan complicados como los que hoy se atraviesan en el Perú y otras partes del mundo.
“Estimados participantes,
Amigas y amigos:
Tuve el honor de dirigirme por primera vez a esta Conferencia en 1974. ¡Cuánta agua ha corrido bajo los puentes! Por entonces, el PBI per cápita peruano no alcanzaba los US$ 1,000. Y el de China (Den Xiaoping aún no había asumido el poder) era seis veces menor.
Anunciaba Peter Drucker el inicio de la Era del Conocimiento por considerar que éste había superado al capital y a la mano de obra como el factor crítico de la producción. Aparecían en el mercado los primeros códigos de barras, las primeras computadoras personales. Y con unos ladrillos pesados, que con las justas entraban en sus maletines, los ejecutivos más sofisticados realizaban sus primeras llamadas por celular.
Vivíamos entonces, en el Perú, bajo un gobierno militar revolucionario que practicó en sus políticas económicas un populismo controlista y estatista. El déficit del sector público galopaba por entonces por encima del 7% del PBI; algunas críticas de sentido común eran desoídas, la prensa era expropiada, los opositores eran deportados.
El concepto Ética Empresarial surgió por los años 60 -resulta así contemporáneo con la fundación de IPAE- y al inicio tuvo un sustento casi teológico. Eran líderes religiosos -sacerdotes, rabinos- los que ocasionalmente reflexionaban sobre la moralidad del capitalismo, el funcionamiento de los mercados, y el buen o mal actuar de las empresas. La discusión del tema se volvió más académica en los 70.
Y en los 80, con el avance global en la desregulación estatal y la mayor libertad y poder empresarial que la misma generó, se inició un debate sobre diversos aspectos de la responsabilidad social que –durante los convulsos años 70– el economista Milton Friedman había limitado a lograr buenas utilidades en un mercado eficiente, cumpliendo la ley y pagando los debidos impuestos.
Una publicación científica, The Journal of Business Ethics, se fundó en 1982. Cada quincena, desde entonces, ofrece una colección de artículos sobre dilemas éticos, conflictos y opciones entre valores, creencias y alternativas de acción relevantes para el mundo empresarial, analizados desde una perspectiva legal, filosófica, o de alguna ciencia social.
Este Journal lo leemos poco. En 1990 un artículo en él sugería un modelo para gestionar el comportamiento ético, considerado, ya por entonces, “uno de los problemas más complejos y extendidos que las empresas enfrentan”. La OECD empieza a recomendar normativas anticorrupción por esos mismos años.
En la Escuela de Negocios de Harvard, el primer curso de Ética se dictó en 1987 y era entonces uno electivo. El Aspen Institute ha efectuado algunos estudios sobre la ética de los graduados de las principales escuelas de negocios de EE.UU. con resultados preocupantes.
En vez de mejorar el carácter moral de quienes lo cursan, el exigente programa académico podría -en muchos casos- debilitarlo. Se enseña bastante más a optimizar algoritmos que a aplicar criterios. Preguntados a los graduados sobre si cometerían un acto ilegal que les genere un beneficio neto de US$100,000, para ellos o para sus empresas, con 1% de probabilidad de ser capturados y pasar un año en la cárcel, cerca de un tercio dijo que sí.
El panadero al que Adam Smith hizo referencia, que cada mañana hornea su pan para atender las necesidades de un mercado abierto, contribuye con el bienestar general, incluso cuando se centra sólo en su propio beneficio, porque aspira a acumular consumidores que vuelvan a comprarle mañana. Le conviene, por ello, ser visto como confiable, honesto y transparente. Ese es el valor y la potencia del libre mercado.
Advirtió sí, el autor de La Riqueza de las Naciones, contra las reuniones furtivas de gentes del mismo negocio, porque cuando estas ocurren –hay casos emblemáticos investigados recientemente por Indecopi–, “la conversación termina en una conspiración contra el público, o en alguna treta para elevar los precios”.
Ahora bien, el comportamiento humano no está sólo impulsado por el interés, también lo está por valores morales. En un TedTalk, un economista suizo, Alexander Wagner, describe una prueba efectuada a cientos de asistentes a una feria popular de arte, Se invitaba al público a entrar a una cabina aislada y a lanzar una moneda al aire cuatro veces seguidas, para indicar anónimamente en una pantalla las veces que había caído “cara”, y cobrar a la salida 20 francos por cada “cara” reportada.
La probabilidad de sacar cuatro “caras” seguidas es 6.25%. Muestras sucesivas de grupos -distintos en género, edad, profesión, nivel socioeconómico, ideología- convergían en un resultado similar: entre 35 a 40% afirmaba haber obtenido cuatro “caras”. Es decir, ante la posibilidad de lograr un beneficio anónimo, habría un tercio de la población a la que no le molesta mentir para obtenerlo. Pero tal ejercicio revela también, y conviene destacarlo porque resulta un cimiento de la confianza social, que una mayoría no deja de decir la verdad, incluso así tentada.
Max Weber se refirió a la ética de la convicción y a la ética de la responsabilidad. También nos podríamos referir a la ética de las reglas y a la ética de las jugadas. En una sociedad diversa y múltiple como la nuestra, en tiempos complejos y confusos como los que nos ha tocado vivir, sus ciudadanos empresarios y ejecutivos, debemos comprometernos más en la interacción con ciudadanos de otras esferas de acción -médicos, trabajadores, artistas, políticos, funcionarios públicos, profesores, magistrados, periodistas-, para contribuir a la defensa firme de una economía social de mercado, la ética de sus reglas macro, sus requisitos específicos, el valor de la libertad, de la propiedad y de los contratos, de la competencia, de la innovación y de la autonomía.
La pandemia en curso y las disrupciones económicas, sociales y políticas generadas, han sacudido el contexto para la toma de decisiones. Ya hace algunos años, el economista Dani Rodrick señalaba que la globalización conlleva una compleja paradoja: el conflicto entre las decisiones democráticas a escala de cada nación y las decisiones tecnocráticas a escala supranacional.
Las insuficiencias y contradicciones recientemente expuestas en sistemas diversos como los de salud, educación, energía y finanzas, se vienen dando en simultáneo con una transformación tecnológica sin precedentes y con una creciente preocupación por la sostenibilidad futura del planeta. Estamos, pues, obligados a ser mejores, a hacerlo diferente, como dice el título de esta CADE. Y contribuir con la reformulación y una defensa lúcida de aquellas reglas que sepamos también ser capaces de convertirlas en más legítimas.
Hace casi medio siglo, John Rawls sugirió un tipo de contrato social que requería, para su adecuada formulación, de lo que él llamó un “velo de ignorancia”. Para establecer bien los principios rectores de cualquier sociedad -escribió-, deberíamos antes desconocer cuál terminaría siendo nuestro lugar en ella, rol que depende de nuestros privilegios, talento, nivel socioeconómico, de si somos formales o no, del azar también.
Las reglas más justas y legítimas serían -como si se tratara de algún juego- aquellas que aceptaríamos y promoveríamos si, en otra vida y con otras cartas, tuviéramos que empezar con ellas, desde abajo. Según el criterio de Rawls, los muy ricos podrían volverse aún más ricos solo si los más pobres también mejoran.
Desde una esquina más libertaria, Robert Nozick discrepó tajantemente de este planteamiento, argumentando que un gobierno no tiene potestad para restringir los derechos, incluso los de los más ricos, para efectuar una distribución arbitraria entre los pobres.
Este debate filosófico nunca va a resolverse del todo. Y durante las últimas décadas, la posición de Nozick resultó la más influyente en la definición de políticas globales, con el resultado de una mayor innovación y libertad de acción, de un avance tecnológico sin precedentes, pero también a costa de sociedades más materialistas y egoístas. Tal vez, en las actuales circunstancias, convendría volver a leer a Rawls en la búsqueda de alternativas más integradoras e imaginativas que rescaten y defiendan mejor el valor del bien común.
El Foro Económico Mundial renovó este año su manifiesto fundacional. El mismo podría servir de base para la actualización del Código de Ética de cualquier empresa moderna. Un emprendimiento debe tener, como propósito vital ideal, involucrar a todos los participantes (los “stakeholders”) en la creación de un valor y de un propósito que sea compartido y sostenido.
Por ello, una empresa debe asumir obligaciones no sólo con sus dueños o accionistas, que es su obligación más natural, sino también con sus trabajadores, clientes, proveedores, comunidades donde actúa; así como con la sociedad en conjunto. Hay que entender bien y armonizar los intereses de estos grupos, eventualmente divergentes, mediante un compromiso compartido con reglas y políticas que fortalezcan la prosperidad a largo plazo de la empresa.
A sus trabajadores, una empresa los debe tratar con dignidad y respeto. Reconocer la diversidad y aspirar a mejoras continuas en las condiciones de trabajo y en el bienestar integral de los mismos. En una época de acelerada transición tecnológica, resulta importante también promover su empleabilidad futura mediante la capacitación y el entrenamiento.
A sus clientes, una empresa debe servirlos ofreciéndoles una propuesta de valor que atienda sus necesidades. Y debe reconocer y aceptar la libre competencia en una cancha neutral y pareja. Mostrar una tolerancia cero respecto de la corrupción. Jugar limpio, incluso ir preparados a que otros jueguen sucio, pero sin dejarse embarrar.
También, hay obligaciones más recientes: preservar la confiabilidad del ecosistema digital en el cual se opera, mantener a sus clientes conscientes de la funcionalidad integral de los productos y servicios, incluso de cualquier implicancia eventualmente adversa o de alguna externalidad negativa.
A sus proveedores, una empresa debe percibirlos como aliados en la creación de valor. Debe también ofrecer una apertura razonable a nuevos participantes en el mercado con una perspectiva de mejoría continua en el mediano plazo. Y velar por un respeto a los derechos humanos básicos en toda la cadena de valor del proceso productivo.
A la sociedad en su conjunto, las empresas la sirven mediante los bienes y servicios que generan sus actividades productivas, con el pago oportuno de impuestos adecuados y competitivos, y con una interacción fructífera con las comunidades vinculadas.
Además, las empresas deben aportar con un uso eficiente, seguro y ético de la data que manejan; así como con un cuidado racional del medio ambiente para las futuras generaciones. También pueden contribuir a ampliar las fronteras del conocimiento mediante la innovación y el uso eficiente de nueva tecnología.
Por último, pero no menos importante, a sus accionistas, las empresas deben proveer un retorno competitivo por su inversión que considere los riesgos empresariales incurridos, así como la necesidad de reinversiones oportunas. La gerencia responsable de una creación de valor en el tiempo debe impedir que se sacrifique el valor futuro por el dividendo inmediato.
En tal sentido, el desempeño de sus gestores debe medirse no sólo por el retorno a sus accionistas, sino también en función de cuan bien se cumple con otros objetivos institucionales: de buena gobernanza, sociales y ambientales. Y, específicamente, en tal sentido, la remuneración de sus ejecutivos no debiera fijarse exclusivamente en función de los márgenes y dividendos que logren para sus accionistas.
Ahora bien, ante los dilemas y presiones del quehacer cotidiano, códigos de ética como los que aquí sugiero pueden convertirse en letra muerta, quedar colgados en las paredes de las oficinas, o en las plataformas digitales de las empresas, ser usados sólo como elemento de propaganda y relaciones públicas, en vez de constituir una guía permanente para el saber distinguir entre lo que está bien y lo que está mal.
La modernidad ha ocasionado una creciente separación entre lo ético y lo legal. Basta recordar que el Código de Ética de la Enron Corporation era un bello folleto de 64 páginas que intentaba cubrir una cultura real impregnada por la codicia en una empresa que fue destruida por un sicópata que sólo buscaba ganar dinero a cualquier costo.
Son complejos los seres humanos. Fácil sería, si no, clasificar a sus empresas entre aquellas que suelen ser éticas y aquellas que no. Pero, en la realidad de los hechos, hay algunas que, por ejemplo, pueden ser éticas con sus trabajadores, pero no tanto con sus mercados o con la sociedad; o al revés. O dejar de ser ética en un lapso para luego volver a serlo. Escoger lo correcto obliga, a veces, a optar por el menor de dos males, lo que suele requerir de carácter, liderazgo y coraje moral. Y estar siempre vigilantes para no bajar la guardia.
En su libro Pensar Rápido, Pensar Despacio, Daniel Kahneman plantea que los seres humanos toman decisiones de dos maneras: con lo que llamó el Sistema 1, nuestro sistema intuitivo -que es rápido, automático, fácil y emocional-. Y que es finalmente el responsable de la mayor parte de nuestras decisiones. Pero existe también un Sistema 2, el del pensamiento deliberativo, que es lento, consciente, laborioso y lógico.
Ciertamente somos más racionales cuando usamos el Sistema 2. El filósofo Joshua Greene sostiene que lo mismo sucede con la toma de decisiones éticas: hay un sistema intuitivo y otro más deliberativo. Por tanto, preferir el uso de un sistema más racional nos ayudaría a tomar decisiones mejores. Todo directorio y CEO deben ser conscientes de ello. Los dilemas éticos más complejos de las empresas deben ser compartidos y analizados por el Sistema 2 de su alta dirección, más que ser decididos abruptamente ante una eventual emergencia por el Sistema 1 de su ejecutivo principal.
La vida está llena de dilemas. Para cualquiera de nosotros, ¿Qué resulta lo prioritario? En un empleo, por ejemplo: ¿la remuneración o su naturaleza, o las condiciones del trabajo?; en una vivienda: ¿dónde se encuentra ella ubicada, su tamaño o la calidad de su arquitectura?; en una cena: ¿la comida, la compañía, el ambiente o el vino? Decisiones como éstas resulta mejor analizarlas comparando opciones concretas antes que mediante una evaluación en abstracto. Y lo mismo sucede con las decisiones éticas. Un análisis plural permite escoger mejor.
Y el monitoreo de nuestra ética empresarial constituye una tarea que también merece atención. Existe una Ethics & Compliance Initiative que suele publicar los resultados de una encuesta anual que realiza entre decenas de miles de empleados en actualmente 18 países (el Perú no es aún parte de esta iniciativa, sí lo son Argentina y Brasil). La misma tiene por objeto averiguar sobre faltas de diverso tipo que los trabajadores observan en sus empresas.
En el informe del año pasado, por ejemplo, a escala global, 30% de los encuestados manifestó haber observado faltas éticas. Y el 65% de ellos afirmó haberlas reportado. Preguntados si por ello habían experimentado represalias, tanto como 40% contestó afirmativamente. Por tanto, hay faltas éticas que no se reportan por miedo a lo que pueda suceder. Por ello, la ECI considera, con razón, que las empresas deben reforzar su cultura empresarial, ratificando ante sus trabajadores que la lealtad debe ser entendida para con la visión y el propósito empresarial, antes que para con superiores que puedan faltar ocasionalmente a éstos.
Este tema -las denuncias internas por comportamiento no ético- es uno bastante complejo de manejar, pero debe ser enfrentado y oportunamente. No basta protegerse detrás del biombo fácil de afirmar: aquí nadie hace eso. Las denuncias valederas deben ser bienvenidas y reconocerse, de alguna manera, el coraje de quienes las hacen. Lo mismo vale para los gremios y asociaciones de empresas. En un contexto político populista que puede volverse adverso a la economía de mercado y a la empresa privada, es importante confirmar una lealtad a los principios por encima de la lealtad a los colegas y asociados.
Con su sabiduría sencilla, el inversionista Warren Buffett indicaba que son tres los requisitos fundamentales que él busca en un buen gerente: primero, la integridad; segundo, la inteligencia; y, tercero, la dedicación y entrega al trabajo. Pero -e insistió en ello- el primero es indispensable. Sin integridad, cualquier gerente inteligente y chambero puede destruir a la mejor empresa.
Por ello, en el contexto de la terrible pandemia que venimos sufriendo, y con la esperanza de que ya hayamos pasado lo peor, me permito concluir estas reflexiones con una metáfora: la ética constituye el equivalente del sistema inmunológico que garantiza la robustez sostenible de cualquier institución.
Muchas Gracias”.