“En un debate político en el que se confrontan ideas, sin importar qué tan buenas sean estas, es frecuente recurrir al humor o la sátira para descalificar al contrincante”.
“En un debate político en el que se confrontan ideas, sin importar qué tan buenas sean estas, es frecuente recurrir al humor o la sátira para descalificar al contrincante”.

En un debate político en el que se confrontan ideas, sin importar qué tan buenas sean estas, es frecuente recurrir al humor o la sátira para descalificar al contrincante: podríamos decir que la risa da puntos y el moderador suele ser parte del juego.

Pero, ciertamente no es el caso cuando de la información que se transmite en una entrevista dependen la salud y la vida de cientos de miles de personas; donde la entrevistada es una persona brillante, pero humana y no infalible, sujeta a la presión de la tarea que, sin haberlo buscado, le ha tocado asumir. Allí el rol del periodista o reportero no es hacer tropezar a quien nos debe dar consejos importantes; ni mucho menos dejar en el aire un mensaje que no se logró entender. La obligación de un buen periodista es colaborar con el especialista o la autoridad, aclarar las dudas y dejar bien grabado el mensaje para prevenir las consecuencias de una de las peores tragedias que nos ha tocado vivir.

Era un momento para ser solidario con quien dedica días y noches a idear la manera de salvar vidas, coordinar equipos y conseguir camas, oxígeno y medicamentos por los que todo el mundo compite.

Quienes han tenido que responder a una entrevista saben que no siempre se logra articular un mensaje con la velocidad que demanda un periodista que, a diferencia de aquel que responde, ya conoce las preguntas. Y sí, hay errores y hay traspiés; pero en estas circunstancias, subrayarlos no es el objetivo: con un mensaje que termina siendo confuso, todos perdemos. Si la ministra no fue clara, el periodista pudo ayudar a ordenar y entregar el mensaje. Millones de peruanos lo estaríamos agradeciendo.


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