Por Carlos Gomero Rigacci, socio en LQG Energy & Mining Consulting
Frederic Bastiat, economista francés del siglo XIX, señalaba en uno de sus ensayos (“Lo que se ve y lo que no se ve”), que la ley genera consecuencias que se aprecian de forma directa: efectos que se ven. Pero también hay aspectos que no se ven: consecuencias inadvertidas que luego de un análisis más profundo se pueden identificar con meridiana claridad. La ley, que puede tener un efecto en apariencia favorable, decía Bastiat, puede también tener efectos funestos si se analizan sus consecuencias completas. Traigo a colación esta forma de ver el proceso normativo porque es común que las regulaciones se sustenten en efectos directos y visibles, sin ocuparse de las consecuencias ocultas y sus efectos totales.
La tendencia mundial hacia el uso de energías de menores emisiones de GEI —transición energética— se ha desarrollado a partir de diversos incentivos, subsidios y medidas de fomento. Varias normas se han expedido desde entonces en nuestro país para promover las energías renovables no convencionales y luchar contra el cambio climático (eso sí, poco o nada se ha hecho en sectores donde las emisiones son significativas, como el transporte, el uso de suelos o la agricultura).
Así, cuando se promovieron subastas para promover energías renovables, se conocía el efecto explícito (reducir emisiones y diversificar la matriz eléctrica), pero no se vio el costo de estas medidas sobre los usuarios finales. Al final, los legisladores de entonces terminaron cargando sobre los usuarios US$1.7 mil millones en subsidios. Porque, como sabrá el lector, el Estado promueve y fomenta con extrema facilidad, pero es siempre el ciudadano el que termina pagando la cuenta.
Algo parecido ocurrió cuando se modificó la regulación para reconocer potencia firme a las centrales eólicas y solares mediante esquemas más favorables que los que se reconocen a las demás tecnologías. Parece claro que esto se alinea al nuevo paradigma de transición, pero lo que no se ve es que los ingresos por potencia se extraen de la misma bolsa de la que todos participan, de modo que algunas centrales que sí están en condiciones de generar energía de forma segura (criterio que, al final del día, justifica estos pagos) han ido perdiendo incentivos para permanecer en el mercado. Así también, las centrales renovables fueron exoneradas de proveer regulación de frecuencia (un servicio que obliga a no producir a toda capacidad para guardar un “colchón” de energía en caso de contingencias). Se ve esta regulación como legítima porque estas tecnologías dependen en extremo de la naturaleza y no pueden “guardar” energía, pero lo que no se ve, es que esta falta de reserva debe ser suplida por otras tecnologías, con el agregado de que ella será mayor para el resto de centrales como consecuencia de la entrada, precisamente, de fuentes renovables.
Menciono esto porque hoy existe un proyecto de ley que propone que, en las adquisiciones de energía que hacen las distribuidoras para atender al mercado regulado, se permita la contratación por bloques horarios, es decir, que se adquiera energía solo para una parte del día. Se espera que este proyecto facilite principalmente la entrada de proyectos solares fotovoltaicos, los cuales solo pueden producir energía en presencia del sol. Pero no parece importar al legislador —no se ve— el costo agregado de la energía para todo el día, es decir, el costo que tendrá la energía en las otras horas que hacen falta para cubrir el servicio 24/7.
Aun cuando este proyecto ha sido justificado en el incremento de la competitividad y en una supuesta reducción de precios, es necesario considerar cuál es el punto de referencia para esta comparación, ya que el mercado regulado arrastra precios de antiguos contratos de largo plazo (con precios alrededor de US$65 MWh), pero los precios de hoy son menores (aproximadamente US$40 MWh según una reciente licitación). Inclusive, hay anuncios de las propias compañías de distribución de que los precios bajarán conforme vayan venciendo aquellos contratos y el mercado se adapte a las nuevas condiciones. Así, la reducción de precios ocurrirá por razones de mercado y no por una intervención estatal. Otro aspecto que no se ve cuando se habla de la competitividad de las energías renovables es que estas no proveen las mismas prestaciones que las fuentes convencionales: unas son intermitentes y otras son estables. Ver el escenario completo supone incluir en la comparación los costos adicionales en infraestructura de transmisión y otros que debe asumir el sistema para asegurar un servicio eléctrico estable y seguro.
Aun con ello, cabría preguntarse por qué estos mecanismos de contratación por bloque horario deben ser necesariamente establecidos por ley, cuando su implementación en el mercado libre (que acumula el 60% de la demanda del país) es totalmente factible. Habría que preguntarse porqué una determinada modalidad de contratación debe ser impuesta sobre los usuarios de menor consumo cuando los grandes usuarios, pudiendo hacerlo, no los implementan voluntariamente.
Es una tarea pendiente que los cambios regulatorios deban estar antecedidos por un análisis de “necesidad de la intervención” y abandonar de una vez por todas la idea de que la norma es la solución por default. Las soluciones normativas casi siempre distorsionan los incentivos y la señal de precios y por ello deben ser realmente necesarias. Junto con ello, nos vendría bien tener una visión más completa de la transición energética para ajustarla a las condiciones de nuestro país y sobre todo acompañarla con el desarrollo y explotación de los recursos con los que contamos, aun cuando no sean “cero emisiones” (como es el caso del gas natural). Nuestro país no puede darse el lujo de dejar recursos sin explotar y ello exige abandonar visiones ideológicas para construir una política energética acorde a nuestra realidad.