Foto: GEC
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2020 combinó problemas de salud, económicos, políticos y morales. Estamos a menos de dos meses de las elecciones. Terreno fértil para la aparición de muchas propuestas que en apariencia suenan bien y parecen ser beneficiosas, pero son espejismos que, más temprano que tarde, no solo destruirán las bases de la economía, sino que dañarán a quienes supuestamente iban a beneficiar. Se llama populismo económico.

Para identificarlo debemos tener claros algunos principios básicos de la economía.

En primer lugar, los seres humanos respondemos a incentivos. Todos hacemos lo que hacemos por alguna razón. La motivación puede ser monetaria o no monetaria. Si ser solidarios nos hace sentir bien, entonces esa sensación es el incentivo. Como eso depende de cada uno, habrá personas más solidarias que otras.

En segundo lugar, nada es gratis. Todo cuesta y alguien paga. Cuando se presenta una propuesta económica o de cualquier tipo, siempre hay que preguntarnos quién paga. Los recursos son escasos y ningún gobierno tiene dinero infinito.

En tercer lugar, cualquier acción tiene un costo de oportunidad definido como el costo de la mejor alternativa dejada de lado. Si el dinero se desvía a corrupción, el costo de oportunidad se mide por lo que estamos dejando de hacer y, por ende, perder por no usarlo, por ejemplo, en construir hospitales y escuelas.

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En cuarto lugar, hay que desarrollar la capacidad de lo que se ve y lo que no se ve. En los años ochenta nos vendieron la idea del control de precios. Lo que se vio, fue que íbamos a pagar menos por cada bien y/o servicio esencial. Lo que no se vio fue que a un precio controlado no habría incentivos para producir. Como todo cuesta, si se obliga a vender a un precio determinado, que en apariencia sea justo (con la dificultad enorme de definir qué se entiende por justo), lo más probable es que ese producto desaparezca de los mercados. Es historia vieja, pero vuelve. La historia nos deja lecciones sobre lo que funciona y lo que no funciona.

En quinto lugar, siempre basar las afirmaciones que hagamos en evidencia empírica. De lo contrario, es solo una opinión. Los datos son claves para diseñar programas de política pública. En estos días, ante la frustración de muchos, abundan en redes sociales las opiniones sin ningún respaldo en información. No está mal que sea así, pero entonces que se diga que es una opinión, no un hecho.

En sexto lugar, ver los efectos inmediatos y posteriores de cualquier política. No ver estos últimos es muy dañino.

En séptimo lugar, nadie cuida lo que no es suyo. Esto significa que es más fácil decir qué deben hacer los demás o qué debería hacerse con el dinero que no es nuestro. Primero preguntarnos a nosotros mismos: si fuera nuestro dinero, ¿qué haríamos?

Por último, hay que distinguir lo que es de lo que debería ser. Positivo versus normativo. En lo que es, no hay discusión, pues se trata de un hecho, más allá de que nos guste o no. Lo normativo es nuestra opinión sobre el hecho, que siempre debe estar basada en evidencia empírica.

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