Vendiste tu casa, te endeudaste de por vida, dejaste tu trabajo. Todo por ser parte de la historia. Esa que cruza de extremo a extremo lo vale, lo valió siempre y seguirá siendo razón suficiente para cualquier locura que se cometa.

Lloramos cuando el Himno Nacional retumbó en Saransk. Largo tiempo esperamos y era el Día D. Luego del pitazo final, nuevamente lágrimas, condimentadas con ajos y cebollas. La impotencia y la pena recorrían nuestros rostros pintados... ¿Es que acaso no merecemos una alegría ocasional?

Pero el hincha siempre estuvo ahí.

El grito de gol quedó ahogado hasta el final. Estuvo a centímetros de romperse el 0 si no fuera porque la caprichosa decidió estamparse en el vértice de la guarida de Lloris. Y nosotros, desde la tribuna o frente a una pantalla, derrotados, nuevamente mirábamos al cielo, como si la respuesta a la desdicha la fuéramos a encontrar ahí.

Ese día lloramos por horas. "Es tan solo un deporte" te repiten los ateos. No saben nada de la vida. ¿Qué vas a saber si no alentaste bajo la lluvia? Si no estuviste en las derrotas, en las vergüenzas, en los escándalos. Estábamos fuera, ya no había matemática posible para la redención. Así es el fútbol en el más alto nivel.

Pero seguimos alentando, este amor no es para cobardes.

Y la maldición acabó contra Australia. No merecíamos irnos con las manos vacías. Carrillo se inventó el gol que debió entrar contra los daneses o los galos, aquel que nos hubiera dado el punto suficiente para pasar a la siguiente ronda, para hincharnos el pecho aún más.

Gritamos, con lágrimas en los ojos; corrimos como locos, saltamos, nos lanzamos al suelo, lo golpeamos una y otra vez, rabia combinada con la euforia, con el corazón a mil por hora.

Pero luego, una mezcla de sentimientos encontrados en el umbral de la incertidumbre. ¿Debemos estar orgullosos o estamos siendo conformistas? La travesía terminó, pero el sueño sigue vivo.

Y cuando pensábamos que todo ya estaba acabado, una luz al final del camino. La hinchada peruana, esa que hizo parecer El Nacional a las tres sedes del Grupo C donde Gareca y sus muchachos dieron rienda suelta a su talento, estaba nominada por la a la mejor hinchada del mundo.

No era una Jules Rimet, pero significaba reconocimiento suficiente para los miles de hinchas que cruzaron el mundo por amor a la camiseta.

Y merecíamos ganar. Porque no perdimos la fe durante las eliminatorias, porque les restregamos a los incrédulos nuestra clasificación, tomamos las calles. Aquella noche del 2-0 contra Nueva Zelanda duró un poquito más, nadie quería que termine.

Y hoy nuevamente la sonrisa volvió al rostro del hincha peruano. Somos los mejores, somos incondicionales. Nuestro día llegó. No fueron goles esta vez los que nos han devuelto a alegría, ha sido nuestro propio esfuerzo, la garra, la pasión que entregamos en cada minuto, en la previa, en los agregados, en las calles y los bares, en las mañanas grises luego de una derrota y en los días eternos tras una victoria. Se hizo victoria nuestra gratitud.

Dicen que estamos locos de la cabeza. "No cualquiera se vuelve loco, esas cosas hay que merecerlas", escribió alguna vez Cortázar, pero no lo entenderías.

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