(Gonzalo Pajares)
(Gonzalo Pajares)

Redacción PERÚ21

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Mis abuelas me hicieron goloso y viajero. Goloso porque cocinaban tan bien que me hicieron creer que la excelencia era lo común en la cocina. Y viajero porque, de origen campesino como eran, debían ir de chacra en chacra en busca de papas y maíces, ajíes y menestras, cuyes y corderos, para alimentar a sus muchos hijos y varios nietos. Y, como mis padres habían delegado mi educación en ellas, pues yo las acompañaba en sus travesías, recorriendo distancias que hoy parecen cortas, pero que, de niño, me parecían infinitas, llenas de aventuras y, por eso, disfrutables, maravillosas.

Pero un día mi abuela materna, con quien vivía, murió, y tuve que hacer un viaje que no quería: tenía 12 años y tuve que mudarme a Lima, con mis papás. Allí descubrí que la comida no siempre era deliciosa, que hay viajes que no se gozan.

Pero, si un talento tengo, es que sé darle vuelta al infortunio, y a la comida y a mis travesías, por entonces pequeñas, les sume libros, música, películas y amistad. Hice un gran amigo, Ilich, y traté de inyectarle todos mis vicios, pero solo logré hacerlo un glotón: con las propinas que nos daban íbamos todos los meses a los mejores restaurantes de la ciudad en busca de ese cebiche y de ese lomo saltado que nos iba a cambiar la vida.

Y, la verdad, yo no hacía nada más. Mis padres empezaron a preocuparse por mi futuro. Para calmarlos pasé por carreras que nunca terminé, ejercí oficios que no disfruté, pero nunca me rendí. Hasta que encontré mi vocación en el periodismo, carrera que me ha permitido, yo que siempre les huí a las obligaciones, trabajar con satisfacción.

Pero resulta que mis travesías en busca de los mejores platillos y cocineros de la ciudad eran metas ya cumplidas, y yo quería más. Entonces, empecé a viajar por el mundo, en busca de un restaurante único, de un cocinero vanguardista, de un platillo inigualable, de un vino indescriptible, de un destilado retador… y de un abrazo que me alegrase la vida, porque uno también cree en el amor.

EL MUNDO EN UN BOCADOY en busca de esos bocados que debían impresionar mi paladar y de ese vino que debía alegrarme el corazón empecé a recorrer el mundo y a gastarme todo el dinero que tenía y, claro, el que no tenía.

Y así he sido fiel a mis principios, porque, si algo me he propuesto en la vida, es acumular experiencias, jamás dinero. Por eso, no tengo casa, no tengo auto, no tengo ahorros, pero sí vivencias. Yo no acumulo bienes, acumulo geografías y sabores y olores. Sí, viajo, sobre todo, para comer y beber.

Y así he llegado a destinos impensables como Taiwán, donde visité el mítico Din Tai Fung, un espacio que fue elegido, en 1993, como uno de los diez mejores restaurantes del mundo. ¿Y qué venden allí? ¿Acaso esferificaciones vanguardistas? No, el lugar ganó fama por sus simplísimos, pero deliciosos xiaolongbao, una especie de empanadas cocidas al vapor, con rellenos de todo tipo, siempre jugosoas, siempre sorprendentes. Hoy, sus sedes de Hong Kong hasta han recibido un par de estrellas Michelin.

Las deliciosas xiaolongbao del Din Tai Fung (Foto: robhyndman.com)

Y en Taiwán fui testigo del nacimiento de una vida: en Shi-yang, un precioso restaurante enclavado en las montañas de Xizhi, me sirvieron una flor de loto, a la que le agregaron un caldo de sabor supremo: ante mis ojos la flor de loto se abrió y se hizo hermosa, y se hizo deliciosa y se hizo inolvidable, como toda primera vez.

Y también he ido a El Celler de Can Roca, el restaurante de los hermanos Roca que está en Girona (España) y tiene tres estrellas Michelin y que, en 2013, fue elegido el Mejor del Mundo por la famosa lista The World's 50 Best Restaurants, de San Pellegrino.

Allí casi tuve un orgasmo con sus gambas y anchoas, con sus trufas y caballas, con sus pichones y sardinas. Y, claro, también con su magnífica cava, considerada top mundial. Pero con lo que más me emocioné fue con la generosidad de Joan, Jordi y Josep, la trilogía melódica que, en El Celler, roza la perfección.

Gamba en brasa de El Celler de Can Roca (Foto: Verema.com)

Y, en busca del vino incomparable, me fui a Burdeos, a los famosos viñedos de Château Mouton Rothschild, una de las cinco bodegas francesas que puede llamar a sus vinos 'Premier Cru'. Allí, además de beber vinos con más edad que yo, de dormir en un château francés y de tomar mis primeras lecciones de golf, me tocó hacer vendimia (la cosecha de las uvas) con Nakata, el famoso ex jugador japonés de fútbol. El hombre estaba allí porque en su país fabrica un sake de colección… que tampoco podría pagarme.

Y, luego, más cerca, he ido a Chile y Bolivia en busca de esas joyas llamadas Boragó y Gustu, los espacios donde ejerce su creatividad sin límites ese par de cocinerazos llamados Rodolfo Guzmán y Kamilla Seidler. De su mano, me convencí de que la cocina del futuro es la de ingrediente, la que halla su identidad en los productos originarios (o de temporada). En Boragó he comido, quizás, los mejores mariscos de mi vida, y en Gustu sentí tal compromiso y entrega con un proyecto gastronómico que hasta me nacionalizaría boliviano para sentir mía su propuesta.

Y también estuve en el Bulli, el restaurante de Ferran Adrià, donde bebí pero no comí, y acabo de visitar Pakta y Tickets, espacios barceloneses con una estrella Michelin. Y hace poco me enamoré del Mosela y sus vinos, y Alemania y su cerveza, pero después de recorrer el mundo llego a casa y pongo los pies en la tierra y me digo que, como el filete de atún con papas nativas sancochadas que me prepara mi novia, no hay.

Por: Gonzalo Pajares (gpajares@peru21.com)

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