Trigésimo primer capítulo de A un lugar que ya no existe, de Julio Durán (Ilustración de Mechaín).
Trigésimo primer capítulo de A un lugar que ya no existe, de Julio Durán (Ilustración de Mechaín).

Cuando vio que los faites le salían al paso, supo que le pedirían unas monedas o simplemente se burlarían de él, de su cara y su acné, de su manera de caminar, de su ropa, de cualquier cosa. Causa, un sencillo, pe. Qué chucha te botas, oe. Te alucinas por tu casaca de mierda. Oe, respeta, huevón. Conchatumare. Te estoy hablando, qué te crees, conchatumare.

Víctor pasó de largo, no se detuvo, ni siquiera dirigió su mirada hacia ellos. Oe, conchatumare, qué chucha te crees. Uno de ellos empezó a caminar a su lado, provocándolo, diciéndole que no se hiciera el huevón. Le pidieron la casaca. Préstala un ratito nomás, no seas cabro. Él fingía no escucharlos y apuraba el paso. De alguna manera, quizás porque los choros iban bastante ebrios o demasiado duros por la pasta, Víctor pudo sortearlos y correr hacia su casa. Volteó a mirarlos y vio que uno se llevaba las manos a la cintura y sacaba de su cinturón un objeto de brillo amenazante. Entonces Víctor empezó a correr como loco, la media cuadra que lo separaba de su casa se hizo eterna. Pensó que se había librado de ellos cuando, luego de unos segundos interminables, volteó a ver si seguían persiguiéndolo. Se detuvo bajo la sombra de uno de los pocos árboles de la calle, el reverso de la tenue luz amarilla que irradiaba el poste de alumbrado más cercano. Volvió a escuchar el tropel amenazante y los gritos. Conchatumare, ven, pe, conchatumare, pendejo te crees, babosazo, correlón eres. Volvió a correr, esta vez, asustado de verdad. No creyó que lo perseguirían en su propio barrio.

Frente a la puerta de su casa, intentó meter rápidamente la llave en la cerradura, pero le temblaban las manos. Logró entrar segundos antes de que los choros lo alcanzaran. El fuerte golpe con el que cerró la puerta tras él hizo retumbar la pequeña casa.

Tomó una larga bocanada de aire justo antes de que sonara el primer disparo.

Al principio, parecía que disparaban al aire, pero el segundo impacto rompió los vidrios de la casa y se confundió con los gritos ya completamente abiertos y amenazantes. Sal, pe, conchatumare, pendejo, te alucinas, sanazo de mierda. Víctor se protegió contra el muro de su casa. Otro disparo alcanzó el cielorraso de la sala.

El ruido había despertado a sus padres y sus primos, quienes llegaron a Lima un par de semanas atrás para estudiar en una nueva universidad privada. Ante el ruido, se acercaron cautelosos a la sala a ver qué sucedía. En medio de la oscuridad, Víctor les gritó que se protegieran, que eran los fumones de la otra cuadra, los que paran con moto. Yo venía de la chamba, me quisieron quitar la casaca. Afuera se volvieron a escuchar los gritos, el asedio de las fieras aullantes que habían acorralado a la presa. Te alucinas pendejo, ¿no, conchatumare? ¿Tú sabes quién soy, conchatumare? ¡Te conozco, huevón, te conozco! ¡Sal, conchatumare!

El padre de Víctor, el señor Sandoval, conocido de mi madre y uno de los más antiguos vecinos del barrio, el que había cerrado el taller de carpintería que llevó durante casi veinte años en una calle cercana de nuestro distrito para dedicarse a construir personalmente el segundo piso de su casa. Años más tarde, tras esa primera experiencia, empezaría a ayudar a otros vecinos a construir cuartos de madera en sus azoteas, pequeñas habitaciones que los dueños alquilarían a trabajadores y estudiantes, incluso a familias enteras.

Quizás teniendo en mente la autoridad y respeto que inspiraba en muchos vecinos, pensó que no pasaría nada si se acercaba a la puerta e intentaba resolver la situación; había visto tantos choros en todos estos años… Esa fue su última acción, acercarse al interruptor y encender la luz de la sala para ver el rostro de su hijo.

Los pandilleros, atentos al menor descuido de la presa, sintieron que algo también se encendía en ellos, quizás fue una respuesta automática a la luz inesperada que salía de las ventanas ya rotas de la casa. Tres balazos más destrozaron los vidrios que quedaban aún, otros lograron romper la madera de la puerta. La fachada de la casa, esa barrera simbólica que pretende proteger a las familias de las amenazas externas, no pudo contener el ataque y una de las balas alcanzó el cuello del padre y lo mató al instante. Otra bala hirió a uno de los sobrinos. Otra alcanzó nuevamente el cielorraso y arrancó trozos de yeso y algo de madera.

Siguieron pocos segundos de silencio, a los que sucedieron los gritos de la madre y su hijo. Afuera no volvieron a sonar disparos, solo se escuchó el ruido que los choros hicieron al correr del lugar y encender sus motos.

Perico relató los hechos lentamente y con detalle, mientras avanzábamos hacia la esquina. La velocidad de nuestros pasos disminuyó según el ritmo de su narración. Habíamos llegado al final de la calle, nos encontrábamos al frente de la quinta del Cacho. Dani solo debía cruzar. Fue un error dejar que Dani escuchara todo. Le extendí la mano para despedirnos y él me la estrechó sin convicción, como si no deseara irse.

—Tenemos que reunir dinero para las rejas, hay que darles mantenimiento —dijo Perico.

Me sorprendió que hiciera ese comentario justamente después de contarme sobre la muerte del señor Sandoval. Su expresión urgente me resultó inesperada porque, aunque yo también había pensado en las consecuencias de lo sucedido, creí que él contendría su impaciencia al tener junto a nosotros al hijo de Cacho. Era imposible que Cacho no conociera a los choros que rondaban el barrio y que mataron al señor Sandoval, pues solía saludar a las manchas de faites que se reunían en esa esquina por las noches y que se quedaban hasta el amanecer. En esos segundos, pude sentir la tensión en el aire, la respiración y el gesto contenido del hijo de Cacho, quien muy probablemente hubiera visto alguna vez a quienes dispararon, o quizás incluso habría escuchado algo sobre el asunto en su casa. Quizás por eso su silencio durante la clase.

—Apúrate en cobrar. Antes de que no quede nadie en el barrio— dijo despidiéndose, justo cuando iba a preguntarle a qué se refería, pero él se adelantó, como si supiera lo que yo iba a decirle. —Ya vas a ver a qué me refiero.

Trigésimo primer capítulo de A un lugar que ya no existe, de Julio Durán (Ilustración de Mechaín).
Trigésimo primer capítulo de A un lugar que ya no existe, de Julio Durán (Ilustración de Mechaín).

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