Tercer capítulo de 'Una pelota en el camposanto', de Juan Manuel Chávez. (Ilustración de Mechaín).
Tercer capítulo de 'Una pelota en el camposanto', de Juan Manuel Chávez. (Ilustración de Mechaín).

Cuando entré a quinto de secundaria, tenía la fortaleza de un atleta y la disciplina de un especialista; me veía tan bien y con el ánimo tan en alto, que mi viejo, sus amigos y los míos, aplaudieron mi decisión de ser el árbitro de los partidos escolares. Al cabo de medio año, ya me llamaban para ser el juez de los encuentros dominicales.

Aquellos eran días festivos bastante extraños, porque además de celebrar el juego y compartir anécdotas, algunos dejaban la algarabía por un rato para hablar de los asesinatos que sucedían en otras comunidades. Eran menciones al vuelo, como si tocaran un tema que, por siniestro, asumían prohibido.

El hecho es que, para mí, el fútbol se centró en el arbitraje, y ninguno de mis antecesores, el ‘Chapita’ Soncco y ‘Muerdetierra’ Asín, se tomaban tan serio su función en la cancha ni la ejecutaban con mi cabal integridad. “No eres de Micunapampa, esa es la ventaja”, me dijo el entrenador del pueblo al final de un partido amistoso que terminó a puntapiés. Lo miré atónito, como si me hubieran quitado el silbato; él notó mi desazón por sus palabras y, con su manota sobre mi hombro, confesó: “Mi comentario es un halago, y ninguno de nosotros se piropea por cualquier cosa”. Aquel era un hombre que me triplicaba la edad, respetado por todos, y que comenzó a respetarme a mí. Si nos cruzábamos en la calle, él detenía el paso para saludarnos y tratarme de usted; aunque fuera un colegial, me llamaba “réferi Chuquipoma”. Con su respeto, llegó la valoración de los demás y la atención de algunas chicas; por ejemplo de Yuriana, que pasó de mirar a los jugadores a contemplarme a mí.

Fue una época hermosa de mi vida, breve aunque intensa; breve y que terminó con la mayor tragedia de Micunapampa.

Mientras el equipo del pueblo se alistaba para el campeonato regional, yo hice todas las gestiones para ser tomado en cuenta como árbitro de algunos encuentros. Fui, en compañía de mi viejo, a entrevistarme con la Junta Organizadora en la reunión general que celebraron semanas antes de la inauguración. Ellos pensaron que el puesto lo buscaba él; y habrían atajado mi pedido con paternalismo y condescendencia si es que no mostraba la carta de presentación que había escrito a mano el entrenador de Micunapampa. Redactada con un tono grave y hasta pomposo, en ese papel decía que el “réferi Chuquipoma es un especialista del fútbol, que en solo unos meses ganó admiración por su seriedad, mesura y eficacia”.

Entre los asistentes estaba un cazatalentos que recorría los pueblos con el fin de ubicar jugadores en alza y llevarlos para otros torneos; parecía un hombre temido por los demás. Algunos decían que andaba armado, que hasta terrorista era. Yo lo había visto en más de una ocasión desde lejos, con cierta inquietud, pero lo que no sabía es que él también reparaba en mí. Dijo que yo era bueno, “un trome”. Los dirigentes de la Junta Organizadora lo miraron con incredulidad y uno lo confrontó: “Mocoso es, ni siquiera ha terminado el colegio”. Con esa frase, el debate parecía tocar su punto final. Entonces, levantándose de su asiento y observando sus manos que se hacían un ovillo entre sí, escuché a mi padre hablar por primera vez en una reunión formal: “Mientras más jóvenes, más honrados son”. Y aceptaron.

Para probarme, me asignaron un partido que prometía tantas emociones como dificultades: el actual campeón jugaba de visita contra el equipo de un pueblo que decidió reemplazar a sus viejas glorias por muchachos impulsivos y hambrientos de triunfo. Fue un encuentro rudísimo, con tres expulsados y tres goles. El campeón salió goleado de ahí y yo, respaldado por el reconocimiento de la Junta Organizadora. A partir de ahí, arbitré una serie de partidos importantes hasta que me encargaron ser el juez de los encuentros de la final. No es que fuera esencialmente el mejor, sino que era el único que llegaba con el prestigio intacto.

Con el paso de los meses, creció un rumor sobre uno de los cuatro árbitros del campeonato: le pagaban por torcer sus decisiones en el campo. Los otros dos fueron descartados en las semifinales: uno por mediocre y el otro por bebedor. Sin embargo, yo también fui cuestionado.

Para nadie era un secreto que yo vivía en Micunapampa, pero eso no había sido relevante hasta que Micunapampa alcanzó la final. Incluso, representantes de la Junta Organizadora recordaron cómo llegué a ser árbitro del campeonato: luego de presentar una carta del entrenador del pueblo. Y, justamente, fue él quien sugirió que mandara un oficio a la directiva del torneo para defender la honorabilidad de mis acciones.

–Nadie discute la probidad de su trabajo, réferi Chuquipoma –afirmó el presidente de la Junta Organizadora en la reunión de urgencia que convocaron por el arbitraje–, solamente queremos prevenir las suspicacias.

–Usted es joven y, le digo con franqueza, manipulable –agregó el tesorero–. No solo por gente más experimentada, sino por sus emociones. Su deuda con Micunapampa, réferi Chuquipoma, no es poca: su educación secundaria está relacionada con ese pueblo; sus amistades, también. La gratitud que siente afectará su juicio en algún momento de los partidos, se lo aseguro.

–Dar un paso al costado también es de valientes, muchacho –aconsejó el secretario.

Yo me mantuve calmado ante las palabras que decían los representantes de la Junta Organizadora, pero estaba fastidiado; e indignado a tal punto que me resistí a reflexionar con amplitud sobre lo que planteaba el tesorero. Él podía tener razón, y yo lo comprendí cuando fue demasiado tarde.

Optaron por encargarme los partidos de ida y vuelta de la final en una votación que me dio vergüenza. Luego de que discutieron sobre mí como si yo no estuviera, me eligieron porque no podían preferir a un presunto corrupto, a un inepto ni a un borracho. Sentí que gané por “walkover”, y solo por un punto a favor.

A pesar de todo, fueron días emocionantes. La reunión de la Junta Organizada había sido privada y nadie, más allá de sus representantes, conocía los debates que precedieron mi designación. En el pueblo, amigos y vecinos tomaban mi participación como otra forma de éxito para Micunapampa, aunque yo remarcaba que era oriundo de un caserío. Incluso, algunos recomendaban que mantuviera mi objetividad; me lo referían como si hiciera falta. También surgieron otros que pretendían de mí lo contrario: “cuando llega la oportunidad, hay que saber a dónde inclinar la cancha”.

Tercer capítulo de 'Una pelota en el camposanto', de Juan Manuel Chávez. (Ilustración de Mechaín).
Tercer capítulo de 'Una pelota en el camposanto', de Juan Manuel Chávez. (Ilustración de Mechaín).

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