El Cinema Teatro de Lima se vistió de gala en 1913. No era para menos, la primera película de ficción peruana se estrenaba en medio de una gran expectativa. Negocio al agua (1913) veía la luz y, aunque de aquella cinta dirigida por Federico Blume solo se recuerda que llegó a atraer grandes anunciantes, con ella se daría inicio a la producción cinematográfica nacional. Más de cien años después, el cine peruano vive un panorama alentador.

El Castillo Rospigliosi en Santa Beatriz y la Quinta de Presa en el Rímac servirían de locaciones para que en 1928 se cuente la exitosa y popular historia de La Perricholi. Ya en 1946 La Lunareja, una adaptación de Una moza de rompe y raja de Ricardo Palma a cargo de Bernardo Roca Rey, sería considerada una de las mejores producciones de la época.

Aunque muy pronto el cine de Brasil, Argentina y México tomarían la delantera en la región, llegaría una etapa especial con el Cine Club Cusco, grupo fundado en 1956 e integrado entre otros por Víctor y Manuel Chambi, Luis Figueroa y Eulogio Nishiyama. Estrenaría en 1961 la recordada Kukuli, filmada en quechua. Más tarde vendría Jarawi (1966).

Y en este recorrido es imposible dejar de nombrar a Armando Robles Godoy. El cineasta de estilo iconoclasta y transgresor fue el primero en darle una mirada artística y personal al cine nacional. Ganarás el pan (1964), En la selva no hay estrellas (1967), La muralla verde (1970) y Espejismo (1972) serían algunas de sus obras que aún perduran en el tiempo.

El fútbol también alcanzaría un espacio en el séptimo arte. El mismo año en que se promulgaría la Ley de Fomento a la Industria Cinematográfica, se estrenaría Cholo (1972). El legendario Hugo Sotil, en pleno auge, protagonizaría esta cinta de Bernardo Batievsky. Pero lejos de solo narrar las aventuras del futbolista, la película también es una excusa para reflexionar sobre la transformación de la sociedad limeña, que dejaba sus epítetos de colonial y tradicional para dar paso a una ciudad mestiza, una urbe chola.

En este camino, el cine regional, con la tradición andina o la mitología amazónica, también ha tenido un papel destacado. Historias de jarjachas, pishtacos y tunches han sido llevadas a la pantalla grande, demostrando que en el interior del país las voces pueden llegar a ser aún más potentes. Un ejemplo: de 1997 a 2015 se han producido 206 cintas en regiones, según una investigación de Emilio Bustamante y Jaime Luna Victoria.

Pero si hay una etapa que ha llamado más la atención en los cineastas nacionales de los últimos años, esta comprende el periodo del terrorismo que azotó el país en las décadas del ochenta y noventa. Cintas como La boca del lobo (1988), Alias La Gringa (1991), Paloma de papel (2003), Días de Santiago (2005), la nominada al Oscar La teta asustada (2009), La hora final (2017), la reciente Canción sin nombre, entre otras, han buscado retratar el dolor y las consecuencias de este periodo.

Y los títulos no descansan. Si hace dos años Wiñaypacha (2017) nos dejó sin aliento con su emotiva historia en aimara, Retablo (2019) hace algunas semanas presentó un filme dulce sobre la tolerancia y el amor, confirmando que el cine peruano vive un inmejorable momento.

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