Trigésimo tercer capítulo de A un lugar que ya no existe, de Julio Durán (Ilustración de Mechaín)
Trigésimo tercer capítulo de A un lugar que ya no existe, de Julio Durán (Ilustración de Mechaín)

—Deja de trabajar ahí —le dije una vez a mi madre—. Algo feo puede pasar. En Los Olivos hubo disparos en medio de un mercado, ¿no leíste el periódico? No son préstamos, es extorsión.

—Yo no voy a pedir ningún préstamo, no te preocupes —respondió.

—Entonces, busca otro mercado.

—La ventaja de trabajar en este mercado es que está cerca de la casa. Puedo atender a tu papá más fácilmente. Si trabajara en otro lado, no me darían las fuerzas.

—Entonces, quizás deban mudarse. Ahora que me voy de la casa, prácticamente se quedarán ustedes dos solos. Celia nunca está acá, trabaja todo el tiempo. ¿No han pensado en vender?

No respondió a mi pregunta y cambió de tema. Ahora, mientras caminaba, recordaba esa conversación y me veía a mí mismo insistiendo y enumerando las ventajas de vender la casa, de buscar un departamento en un barrio más cercano a donde yo me iría a vivir con Mika.

Entré a la casa, la sala estaba oscura. Desde la puerta, pude escuchar la voz de mi viejo llamándome débilmente desde el segundo piso. Se había resbalado en la ducha. Yo le había dicho, antes de salir, que me esperara, que no se duchara de pie, que lo hiciera con una silla, a lo que él respondió con sus habituales gritos vehementes. Por suerte, la caída no era grave, pero debido a la fragilidad de sus rodillas y su cadera, y por la posición en que había caído, le era imposible ponerse de pie sobre el suelo resbaloso. Yo había salido hacía un par de horas, cuando la luz de la tarde aún entraba por las ventanas y el tragaluz de la casa. La oscuridad era total a mi regreso, incluso en el baño en que él se quedó sentado y adolorido sobre la loza fría, esperándome durante casi una hora. Su voz, áspera y frágil, era como un vacío que se tragaba la poca vida que quedaba en nuestro hogar.

No sé por qué no encendí las luces. Caminé en la oscuridad, subí las escaleras esperando que mis pupilas se adaptaran a la falta de luz, fui tanteando la baranda, la primera grada de la escalera; como si quisiera jugar a ser ciego, como si quisiera que todo se apagara alrededor.

Escucho la voz de mi madre que viene desde la cocina. Enredada en su quehacer, me llama por el nombre de uno de sus hermanos menores. Equívoco común en ella. Otras veces se da cuenta de su error y se corrige. No lo hace esta vez.

Bajo las escaleras y la veo picando verduras mientras continúa hablando. La miro y, en medio del instante helado, alcanzo a ver el brillo y el misterio que la ata a la vida. Veo a una niña que encerró el tiempo en una cajita. Mi nombre se ha borrado en su tiempo interior, mi presencia es la sustancia pura de una función vital. Ella continúa hablando sin darse cuenta. Dice algo sobre una prima suya, sobre un vestido, el viaje que hará pronto a su tierra, las cuentas por pagar.

Por un instante, a través de su voz, se ha roto el frágil puente que se intuye entre objeto y símbolo. El estallido del código hace que se trasluzca la fibra que nos unirá para siempre en nuestro silencio, más allá del mundo creado por las palabras, el significado verdadero de todo.

El viaje, la casa, un encargo para una vecina. Me arrastra el río de su voz, me sumerjo en la vida.

Decían que el llanto del niño se escuchaba hasta la mitad de la cuadra. Yo nunca escuché nada, pero cuando fui a cobrar el dinero de la reja, los esposos evangelistas que se habían mudado al pasaje hacía menos de un año mostraron una actitud defensiva, me lanzaron una mirada furibunda apenas abrieron la puerta. Aquel hombre, otras veces tan sereno y amable, que saludaba a todos en el barrio con timidez casi servil, mostró la ira que había contenido en los últimos días: un vecino había tocado finalmente su puerta para pedirle que dejaran de golpear al hijo de ambos, un niño de cuatro años al que no dejaba salir a la calle con la excusa de evitar que se contamine con la maldad del barrio.

Aquella primera vez, la esposa se mantuvo callada mientras su esposo insultaba al vecino e invocaba las sagradas escrituras, citaba versículos inconexos en los que se hablaba del padre y el hijo o del gran castigo que llegaría a la Tierra.

Cuando me tocó visitarlos, no solo no pude cobrar nada, sino que llegué a enterarme, por las propias palabras del esposo, que el niño había sido castigado por una razón justa.

A los pocos días, nuevamente gracias a la intervención de doña Luz y su contingente de vecinas justicieras, finalmente se logró que funcionarios del Ministerio de la Mujer y la Familia se acercaran al lugar. Se comprobó entonces que no solo golpeaban al niño, sino que lo tenían amarrado por los pies al balón de gas de la sucia cocina al fondo de la casa; ubicada en un rincón de una de las habitaciones que la pareja alquilaba en el segundo piso de una casa dividida exclusivamente para alquiler, la cocina no tenía ventilación, sus paredes estaban renegridas por el humo y la grasa que trepaba hasta el techo. Ahí encontraron al niño, junto al balón de gas, con un plato de arroz y leche fría. Su mirada enajenada y el miedo a las personas que intentaban ayudarle reflejaban la oscuridad que se había instalado ya en él.

El terror que rodeaba al pequeño me ensombreció, aunque no alcancé a ver la escena en que sacaban al niño de la casa, tampoco pude ver su delgadez extrema ni las marcas de golpes en sus brazos. Nuevamente, producto de la perturbación de mi mente, la crueldad que sus padres ejercían sobre él dejó de resultarme paradójica: no veía en ella un rasgo propio de fanáticos religiosos. Era algo más, algo que interpreté casi como una señal. Tenía una razón de ser en el barrio, en el mundo.

Mientras contaba el dinero que le entregaba a don Marcial, mis ojos miraban hacia dentro, mis pensamientos iban a mil. ¿Qué justificaba ese castigo? El niño solo quería salir a jugar con otros chicos de su edad. El dinero en mis manos, la cuenta, cada billete, su textura, cada golpe recibido, el origen de su llanto, el frío eléctrico de cada impacto sobre su cuerpo, latigazos que se volvían llagas, la ira de sus padres y la forma de su amor contaminado por el miedo al mundo, quizás el mismo terror cerval que yo sentía entonces, este deseo de huir que atenazaba mi cuerpo podía traducirse, en otras circunstancias, en el deseo de dañar lo amado, de jugar a dios, al gran protector y juez, sí, quizás por ese miedo no me sentía tan conmovido por la muerte de Renzo, todo mientras contaba el dinero, mientras don Marcial decía algo sobre los padres evangelistas, que él era chofer de combi, pero que tenía demasiadas multas como para ser un buen conductor, que antes de volverse fanático, hace un par de años, le daba duro al trago, y que la madre no trabajaba, estaba metida en la casa todo el tiempo, que ella era quien más golpeaba al niño, quizás para desquitarse de los propios golpes que recibía de su esposo. El mundo se estaba derrumbando, nada tenía sentido. Detrás de toda vida se escondía la maldad, el dolor, la tristeza.

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Amadeo Gonzales