Último capítulo de A un lugar que ya no existe, la novela de Julio Durán.
Último capítulo de A un lugar que ya no existe, la novela de Julio Durán.

Habla Pacheco y se explica el mundo. Vemos a sus hijos jugando camino a la avenida. El hijo mayor nunca se enteró de las amenazas recibidas, camina seguro de sí mismo y pensando que es él quien cuida a su hermano pequeño, inconscientes ambos de las fuerzas que los vigilan y protegen.

—¿Crees que no sabemos por qué estás de vuelta en el barrio, causa?

Pacheco no necesita voltear a mirarme, sabe que mi expresión revela que estoy muerto por dentro, quizás por eso se anima a hablarme de esa forma. Al sentir mi falta de reacción, solo atina a pasarme el vaso. Siento en su gesto el deseo de comunión real, como si me reconociera como un semejante. Apenas recibo el vaso, él continúa:

—Todos saben lo que pasó, lo que hiciste, lo que pasó en tu familia. A esa flaca la mataste y no lo puedes negar, no tuviste que dispararle, ni estrangularla. Pero, ¿sabes qué? Todos los hombres matamos mujeres.

»Todos saben que tu viejita le encontró a tu viejo otra familia. Pero, ¿tú crees que eso a la gente le importa? ¿Crees que son los únicos? Pasó también en la familia de Ramírez. Y fue peor, porque ahí se fueron a juicio por la casa después de que el viejo muriera y todo porque el viejo tenía la casa a su nombre, un enredo con los papeles. Un día llegó la familia escondida del viejo, uno de sus hijos era abogado, medio mafioso. Ahí la viejita de Ramírez solo lloraba y lloraba luego de haberle descubierto la trampa al finado, la pobre casi termina perdiendo su casa. Tu viejita sí ha sido más mosca, más brava. Hay que ser brava para irse, para mandar a la mierda todo como hizo ella. Yo, en el lugar de tu viejo, estaría hecho mierda.

»Y tu esposa también. Tu jermita también era inteligente, se notaba. Si mi esposa me hace eso, yo contrato gente para que la encuentre, causa. Tombos, choros, lo que sea. En eso sí somos diferentes tú y yo. Yo no sé si es que respetas su decisión o simplemente no puedes encontrarla. Pero si mi esposa no quisiera volver conmigo, a mí me llegaría al pincho. Yo voy y la arrastro de los pelos a la casa. A mí no me va a dejar como huevón… Disculpa, causa, es lo que siento. Pero yo sé que tú lo ves distinto. Tú me dices que tu esposa sabía de la chibola loca. Y eso es normal, compadre. ¿Sabes dónde la cagaste? Cuando te pusiste huevón porque la chibola ya no quería seguir. Ahí la cagaste, no te puedes poner loco por una perra, causa. A las perras hay que dejarlas ir nomás. Otra va a llegar. Te sadiqueaste con la chibola, la loqueaste. ¿Qué le dijiste? ¿Que te jodió la vida? ¿Eso nomás? Puta, yo le he dicho peores cosas a mis trampas. Han llorado como cojudas, pero no se han terminado matando. Lo que sí es distinto es que tu chibola era muy rayada. Por eso no me meto con coqueras, con esta generación de chibolas loquitas que se alucinan liberadas, modernas, no sé qué mierda. Tienes que haberle dicho algo bien pendejo a esa chibola para haberle cagado tanto el cerebro. Esas cojudas están ahora acostumbradas a que les digan de todo. Les encanta el drama. ¿Dejaste a tu esposa para irte con ella y ella al final no se quiso ir contigo? Ya, la chibola solo quería su vacilón también. ¿Ya ves?

»No entiendo. Tu esposa debería haberse alegrado de que la chibola se matara, ¿no? O quizás te agarró miedo y eso. Esa vaina no la entiendo.

»Pero no te hagas paltas, causa. Déjala que corra. Ni por lo de tus viejos, ni por lo de tu esposa y esa chibola. Deja que hablen hasta que se cansen. Sinceramente, no le importa a nadie. Solo hablan. Que hablen no significa nada. A ti te importan mucho las palabras. A mí me dan igual. Firme, causa. La gente puede hablar de mí todo lo que quiera, yo no les debo nada.

»Quizás al único al que le debía algo era al Cacho. Y mira ahora. El más bravo ya no está. No te digo que lo voy a extrañar, pero era el único huevón al que le debía algo.

Pacheco mira cómo sus hijos se reúnen con otros muchachos del barrio, reconozco entre ellos a los sobrinos de Perico. Se forma un grupo de seis o siete muchachos, varios son hijos de amigos de mi infancia. En sus risas percibo la levedad del pasado, cuando el mundo era nuevo y líquido aún. Me llevo el vaso a la boca, Pacheco dice algo a lo que ya no presto atención.

Pasaron casi dos semanas desde que mi madre huyera de casa. Mientras apagaba las luces del primer piso, antes de subir a acostarme, pasó por mi mente lo que me dijo el día en que me fui a vivir con Mika.

Como siempre, la inquieta melodía de su voz impregnaba todo, como indicando que aquel momento era un punto de quiebre en nuestras vidas. Yo solo me llevaba una maleta, una caja de libros, una computadora. Había subido todo a un taxi, Mika esperaba ya dentro. Aunque era una despedida falsa, pues había pasado largas temporadas en casa de Mika, era la primera vez en que me llevaba todo a un nuevo hogar, un departamento que Mika y yo alquilaríamos a una hora en bus del barrio. En ese entonces, las rejas aún se conservaban pintadas y sin corrosión en sus aristas. Es cierto que ya algunas cosas habían empezado a transformarse en el distrito, pero eran cambios que aún consideraba irrelevantes, variaciones que no trastocaban la esencia de nuestro mundo. Abracé a mi madre y le dije que la visitaríamos el fin de semana.

—¿No te llevas la guitarra? —dijo sorprendida.

—Por ahora, no —respondí—. Ahora solo lo importante.

—¿Ya no te interesa la guitarra? —su voz revelaba la extrañeza que yo no podía percibir—. No cambies tan de golpe.

Le dije que volvería por ella el fin de semana, que antes tenía que comprarle cuerdas y arreglar las clavijas. Puse alguna excusa tonta, sabiendo de antemano que el próximo fin de semana Mika y yo encontraríamos cualquier pretexto para no ir a visitar a mis padres. Cuando finalmente fuimos a visitarlos, después de casi un mes, ni siquiera saqué la guitarra del estuche. Mi madre ya no insistió, o quizás se le olvidó; la guitarra se quedó en lo alto de un ropero viejo de mi habitación. En aquel entonces, no lo consideré ni siquiera un cambio, sino una consecuencia natural de mi escaso tiempo. Mis manos se volvieron torpes, la elasticidad de mis dedos desapareció, rasgar el instrumento y sacarle melodías, punteos y acordes dejó de ser un placer, se convirtió en algo superfluo, algo que me distraía del destino al que creía estar llamado. Aquel fue el primer paso que me distanció de mi centro puro, el primer cambio, la primera destrucción.

La tos de mi padre era cada día más intensa. El sonido sibilante que emitía su pecho por las noches me convencía de que un nuevo cambio se acercaba.

Él me pedía que la buscara, decía que ella lo curaría.

Que volvería a ser todo como antes, como si los secretos revelados y los rencores abiertos no tuvieran repercusión en el ejercicio de su autoridad, en su demanda exacerbada de atención. Cuando lograba dormirse y la casa quedaba a oscuras, me invadían pensamientos acerca de los vecinos que habían empezado a vender sus propiedades, y supe que mi madre sabría qué hacer ante esa situación, que era la única que podía quizás no detener la destrucción, pero sí decidir si valía la pena continuar en nuestras ruinas o empezar de nuevo, salvarnos de alguna manera.

Envuelto en mi pánico habitual y refugiado por un instante en una idea infantil, en una forma endeble de mito, estaba seguro de que su decisión borraría todo: el grito de Dani al ver a su padre caído, la sangre brotando como una noche inevitable, la estática confusión de la balacera, ese desborde de realidad que desvaneció los confines de lo que mi mente sostenía como mundo concreto. Estaba seguro de que inevitablemente su presencia y decisión definirían el futuro del barrio, su postura ante las nuevas construcciones o las mafias y la dinámica que traerían al entorno; a la vez explicaría mi radical separación de Mika, de una manera diáfana, mostrándome las razones ocultas por las que había vuelto yo a esta casa, la vergüenza que no quería asumir por mi propia cuenta.

Todas las cosas y eventos me empujaban a sostener esa creencia, algo que finalmente sentí real en medio de la enajenación a la que me arrastraban el plexo y la cerviz atenazados, las ruinas que eran mi cuerpo.

Dormí inquieto, soñé con luces, disparos, risas de mi infancia con amigos a los que no he vuelto a ver. Desperté en medio de la madrugada y me acerqué a la habitación de mi padre. Lo desperté y le dije que viajaría al día siguiente a buscarla.

La luz de la calle y el falso silencio del barrio me envolvían como un vientre nuevo, como preparando mi partida, como si supieran que había encontrado la razón de mi regreso a casa aquella noche en que todo empezaba y terminaba a la vez.

Último capítulo de A un lugar que ya no existe, la novela de Julio Durán.
Último capítulo de A un lugar que ya no existe, la novela de Julio Durán.

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