Mariano Cabrera, un experto del caballo peruano.
Mariano Cabrera, un experto del caballo peruano.

Nació en una clínica limeña, pero su raíz pertenece a los campos de , donde sus compañeros fueron (y son) el árbol, la piedra, la sombra o una yegua. “El poeta Rilke decía que la patria era la infancia y mi infancia estuvo llena de caballos”, nos dice Mariano Cabrera, quien lleva en la piel, en las palabras, en el andar, en el vestir y en su pensamiento la pasión por el campo y el caballo peruano. Hoy cabalga en el páramo: el cielo, el desierto, su caballo Conde de Nieva y él. Y nos dice que si existiera la reencarnación, sería un centauro: mitad caballo, mitad hombre. Un personaje de aquellos, una voz autorizada.

Aseguras que el caballo te eligió. ¿Cómo se dio?
Soy un hombre que nació en el entorno del campo. Mi padre, mi abuelo y mi bisabuelo siempre estuvieron relacionados al campo. Yo nací prácticamente en una hacienda. El caballo, junto con el gallo de pelea, son los únicos animales que me impactaron en mi vida de niño, como tradiciones y forma de expresión rural, como alegría del campo. Aunque el campo hoy día está muy triste. Cuando yo era niño, era un lugar alegre.

¿Qué recuerdas de esa niñez?
Un gran criador nos regaló una yegua. La llamamos Patas Blancas. Yo tendría unos cinco años. Y la tomé como compañera. Le robaba los perfumes a mi padre, el Old Spice de la época, y le echaba a la yegua, la bañaba, le ponía talco. El campo tiene espacios solitarios y, entonces, los caballos se convierten en compañeros de uno. Hay que entender el campo desde el campo.

¿Por qué dices que el campo hoy está triste?
Falta que la gente viva en el campo. Hoy son centros de producción. Debemos mirar permanentemente al campo, porque es nuestro último refugio.

¿Con qué ojos mirarlo?
Con ojos de salvataje. El campo nos salva. Hace poco he estado en varias ciudades de la sierra, en Tomepampa, en Viraco, Cotahuasi, Cotabambas, y hay ciudades que están en extinción. Los jóvenes han migrado por falta de oportunidad. Si no vemos a esas ciudades como una posibilidad, van a desaparecer. Solo les quedará ser una suerte de campamentos mineros. Por eso la importancia de fomentar nuestra tradiciones.

Y parte de aquella tradición es el caballo.
En la sierra debemos mirar al caballo cotabambino, huayanquino, altoandino, el morochuco, el chumbivilcano. Poco le debe importar un caballo a una persona que va de su casa a su oficina en carro. Pero cuando uno vive o trabaja a cuatro mil metros de altura, ahí no hay carretera y uno se puede pasar hora y media caminando; entonces el caballo cobra un sentido fundamental. El Perú real es a veces el que no queremos ver. Sin raíces, la nación no se puede expresar. El sueño de la nación hay que construirlo y se hace solo en mérito a los mitos, tradiciones, a todo el conjunto espiritual que significa el acervo cultural. Quien no tiene raíz, muere.

Es curioso lo que subrayas, porque más bien da la impresión de que en el último tiempo hay una revalorización de la identidad, de la raíz.
La gastronomía y la música son ciudadanas. No es que no existe música ni gastronomía en el campo, pero no son prioridades. El campo tiene una agenda distinta a la ciudad. Por ejemplo, al mar lo estamos convirtiendo en un gran basurero, porque al fin y al cabo sirve para correr tabla, bañarme o comer pescado. Pero además de eso tiene otras virtudes y esencias que debemos rescatar.

¿Qué hay en el caballo más allá de lo que uno mira como simple entretenimiento?
Es continuidad histórica de lo que fue el mundo precolombino. Pizarro llevaba en el caballo la cultura de un mundo. El caballo es el que inicia la primera globalización.

El caballo peruano de paso es reconocido, pero el caballo cotabambino probablemente ni existe en nuestra memoria.
Está olvidado y hay que rescatarlo. Tenemos que buscar en nuestra memoria el olvido, porque en ese olvido está nuestra raíz.

¿De qué nos estamos perdiendo al ignorar esa raíz?
Este caballo le da autoestima al hombre de la sierra. Es un caballo de muchas virtudes y en torno a él se han producido una serie de fiestas. Tenemos una mirada a la sierra sobredimensionada en Machu Picchu y subvaluada para ver al hombre de la sierra. Las autoridades tienen que mirar lo pequeño de la costa, sierra y selva, porque ahí se esconde la gran opción de la transformación.

¿Conde de Nieva sigue siendo tu caballo favorito?
Sigue conmigo. Uno tiene preferencias. Pero el mejor animal que he tenido es el que tuve cuando tenía 6, 7 años, la Patas Blancas. Vivió más de 20 años y muy bien.

Cuando se va un caballo, ¿qué nos deja?
Una gran tristeza. Por eso hay que rescatar el campo, porque el caballo es la luz y la iluminación es el entorno cultural que genera. Hemos reducido al caballo a los motores de los autos. Cuando uno cabalga lo hace en el páramo, callado, solo, sombrío, en la confianza absoluta de haber depositado los genitales en el lomo de un caballo y saber que te va a llevar a 40 kilómetros, pasando por zonas gélidas.

¿Hasta dónde te ha llevado un caballo?
Metafóricamente al cielo. Para agosto del próximo año estoy planeando hacer el viaje de Pizarro, que durará un mes de marcha. Un viaje que ya hizo don Aurelio Miró Quesada.

¿Y qué te ha dado el caballo?
Mi vida, mis sueños, mi manera de poder entender la raíz de este país. El caballo y el fuego son los dos elementos que han construido la humanidad. Por eso al caballo altoandino hay que declararlo patrimonio nacional, porque el Perú no es solamente la avenida Larco. La ciudad nos aísla.

Hay que irnos al campo.
Y hay que atreverse a pensarlo. El mundo se hace con atrevimiento, los dioses premiarán a los audaces y no a los que se complacen.

AUTOFICHA:

“Nací en Lima, el 12 diciembre, Día de la Virgen de Guadalupe, en el año 49 del siglo pasado. Suena bastante. Transcurrió mi infancia, parecida a la de Valdelomar, entre Ica y Lima. En la Católica intenté estudiar Derecho, me decepcioné en un primer embargo que hice. La legalidad me pareció un acto injusto”.

“Me perdí un tiempo, viví la época maravillosa de la libertad absoluta del movimiento hippie y la cosa esta de la bohemia, que nunca he abandonado, aunque mi lectura fue más oriental, más bucólica, pasiva. Me fui a Bolivia, volví y al final terminé en Ica, trabajando en las tierras”.

“En Ica recogí mis raíces, que me salvaron. Y luego me casé. La familia es una raíz fundamental. He vuelto a criar caballos y tengo unos 14. Mi infancia estuvo llena de caballos y el campo es un lugar para estar contigo mismo, por eso la soledad es hermosa cuando la buscas, pero no cuando ella te encuentra”.