Obra inédita de Julio Ramón Ribeyro.
Obra inédita de Julio Ramón Ribeyro.

Por Santiago Gamboa:

Ribeyro una vez más

La aparición de una serie de cuentos inéditos de Julio Ramón Ribeyro es, a la vez, un gran acontecimiento literario y, en lo personal, el recordatorio de cómo mi vida encontró un camino. André Breton lo dijo una vez: «La literatura es el triste camino que nos lleva a todas partes», y debo confesar que mi encuentro con Ribeyro, lo que definió mi vida desde muy joven, tuvo un inicio algo melancólico, sí, pero luego me llevó por el sendero que tanto anhelaba y que tenía que ver con la escritura.

Por eso celebro tanto abrir un nuevo libro suyo, treinta años después.

Lo conocí en París, a finales de 1990. Yo acababa de llegar de España con un título de filólogo, pero el único trabajo que pude conseguir en dos meses fue unas clases privadas de español a dos niños en una lujosa casa de la rue de Grenelle. El sueldo era una miseria, pero me daban la comida. Las cosas no eran fáciles y yo estaba dispuesto a dar la batalla. Quería vivir en esa París literaria, como tantos escritores admirados: Joyce, Hemingway, Miller, Joseph Roth... Los ojos se me perdían de admiración y solo volvía a la realidad para constatar que estaba en un cuarto diminuto del Boulevard du Montparnasse, no tenía amigos y me había convertido en rehén del teléfono, pues pasaba el día a la espera de una llamada sentimental que nunca llegó y que me impedía bajar a la calle por temor a que sonara en cuanto saliera. Pude mantenerme, entre otras cosas, por el vicio de pensar. Pero no pensar como los filósofos, sino pensar a secas. Pensaba, por ejemplo, que yo no era yo, aterido de frío y apretando una moneda en el fondo del bolsillo, sino ese hombre rozagante, triunfador y feliz que al otro lado del vidrio del restaurante Hippopotamus se disponía a caer en picada sobre un suculento steak bavette.

Ya desde España había comenzado a escribir artículos literarios que se publicaban en algunos periódicos de Bogotá. Por esa razón, además de cursar un doctorado en la Sorbona e intentar trabajar para sostenerme, quería hacer algunas entrevistas a escritores. Más por conocerlos, a decir verdad. Y uno de ellos era Julio Ramón Ribeyro, a quien leía con admiración infinita. Por una extraña casualidad tenía su número privado —un pariente suyo me lo había dado en Madrid—, así que un día logré vencer mi timidez y llamarlo desde una cabina telefónica. Para mi sorpresa, él mismo respondió y su voz me llenó de emoción. Le dije que era periodista colombiano y que lo buscaba para una entrevista. Pero enseguida salió al paso diciendo que el momento no era bueno:

—Se lo agradezco mucho, pero por estos días estoy muy deprimido —sentenció—, llámeme dentro de una semana.

Debí esperar siete días eternos y, a la semana exacta, volví a marcar, esperanzado. Pero de nuevo choqué con su voz melancólica:

—Sigo muy mal, llámeme dentro de unos días.

En la siguiente llamada pude cruzar unas cuantas palabras con él:

—Estudié Literatura en Madrid —le dije—, me gustan sus libros y en el periódico para el que trabajo están muy entusiasmados con la posibilidad de una entrevista suya.

—Pero ¿alguien me lee en Colombia? —quiso saber, escéptico—. No creo que tenga allá ni un solo lector.

—Se equivoca —le dije, improvisando—, allá hay cada vez más gente que lee sus libros.

Con cierto tono de incredulidad, volvió a decir:

—Llámeme la semana entrante y vemos, sigo muy mal.

Mi sustento eran las clases de español en la rue de Grenelle, pero un día llegué con mis cuadernos y la señora Chabrol, la mamá de los monstruos a los que enseñaba, me dijo con gracia: «Hoy no va a haber clase porque tengo invitados a cenar. Necesito que ayudes en la cocina». La miré a los ojos, entre confuso e irritado, y le dije sin más, en actitud francamente ribeyriana: «Yo cocino en mi casa o en la de mis amigos. Pero no aquí. Aquí soy el profesor de español». La última palabra se acompañó de un portazo que hizo temblar los tapices del lujoso edificio y que dejó a madame Chabrol, para siempre en mi memoria, congelada en un gesto de asombro. Bajé las escaleras a saltos y cuando iba por el piso tercero me di cuenta de que había olvidado cobrar las clases de la semana. Salí enfurecido a la calle y fui a buscar alivio a un bistrot. Llovía a cántaros y con la tercera copa de vino pensé en Ribeyro, así que busqué una moneda.

Volvió a contestar él y, sin mediar palabra, le pregunté por la entrevista.

—No sé —contestó—, sigo mal de ánimo.

Sentí que la bocina era una roca de la que me sostenía para no caer, y le dije:

—Yo también…

Hubo un largo silencio.

—¿Y qué le pasó? —me dijo.

—Acabo de perder mi único trabajo y encima olvidé cobrar.

De nuevo hubo un silencio, y entonces Ribeyro dijo:

—Ah, bueno, eso cambia todo. Lo espero mañana a las siete.

A partir de ese encuentro inicié una desequilibrada amistad con él. Me presentó amigos peruanos que me ayudaron, se preocupó porque consiguiera un trabajo, me recomendó aquí y allá, en fin... ¿Qué podía yo darle a cambio? Un poco de compañía, alguna charla sobre libros. Siempre fue un misterio la razón que hizo que Ribeyro se volcara a ayudarme de ese modo, pero sí sé que mi vida posterior, mis trabajos sucesivos como periodista, mi obstinación por escribir y, de algún modo, la sorpresa de ver que al final me quedé diez años en París, todo lo que para bien o para mal terminé haciendo con mi vida, comenzó aquella tarde en que Julio Ramón Ribeyro me dijo esa sencilla frase: «Eso cambia todo. Lo espero mañana a las siete». E imaginé que, si alguna vez esta anécdota se convertía en cuento, tendría que tener un título muy ribeyriano. Se me ocurren dos: «Lo espero mañana a las siete» y «El profesor de español».

El texto continúa en el libro editado por el sello Alfaguara para Penguin Random House. La obra ya está en librerías y por estos días también lo encuentran en la Feria Internacional del Libro (FIL) de Lima.

El libro.
El libro.


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