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Redacción PERÚ21

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Los juegos verdaderos, primera y única novela publicada por Edmundo de los Ríos (Arequipa, 1944-Lima, 2008), es uno de esos libros peruanos que con el paso de las décadas han adquirido un carácter tan secreto como mítico. Aunque había sido reeditado hasta en tres ocasiones, la última vez que se reimprimió fue hace más de treinta años, por lo que conseguir un ejemplar no era tarea fácil. Algo parecido sucedió con Los hijos del orden, de Urteaga Cabrera, que cuando se volvió a publicar luego de varios lustros significó una leve decepción: era interesante y febril, pero no estaba de ningún modo a la altura de su trajinada leyenda.

La novela de De los Ríos, en cambio, sí está al nivel de los entusiastas comentarios que la saludaron al momento de su aparición, en 1968, cuando resultó finalista del entonces codiciado premio Casa de las Américas de Cuba. Fue tal su éxito que al poco tiempo salió a la luz una edición mexicana, celebrada por Juan Rulfo, quien la consideró "la novela que inicia la literatura de la revolución en Latinoamérica". Sin embargo, su recibimiento en el Perú fue tibio y De los Ríos nunca recibió aquí el menor aliciente para desarrollar su vocación y talento.

Cuarenta años después de su primera edición, Los juegos verdaderos prácticamente no ha perdido el brillo con el que fue concebida y ejecutada. Tal vez algunas de las técnicas narrativas que alberga nos pueden parecer a estas alturas poco sorprendentes, pero igual colaboran con efectividad en el desarrollo del relato, otorgándole fluidez y agilidad. Lo mismo sucede con la prosa, que por momentos recuerda al mejor Reynoso por su sórdido lirismo y las cuidadas descripciones de una urbe convulsa, en proceso de degradación y de los variopintos habitantes que la animan.

Con Reynoso también comparte una visión oscura y animalizada de la sexualidad, sutilmente maniobrada, casi siempre ajena a la truculencia gratuita. La historia, contada en planos temporales paralelos, es de una complejidad tanto estructural como metafórica de gran ambición. Por ejemplo, la persistente imagen de las ratas, símbolo de la opresión contra los que han caído en su afán de liberar al hombre, es poderosa y perturbadora. La madurez del libro se vuelve aún más admirable cuando reparamos en que el autor apenas tenía algo más de veinte años al momento de escribirlo.

Pero el logro máximo de De los Ríos es haber escrito en los ideologizados años sesenta una novela política centrada en la ilusión, apogeo y derrota de las guerrillas y no caer nunca en lo maniqueo ni en lo panfletario. En buena medida ese esquematismo dañó En octubre no hay milagros, al mencionado libro de Urteaga Cabrera u otras ficciones latinoamericanas de esa índole, como Los fundadores del alba del boliviano Renato Prada Oropeza, dedicada a cantar acríticamente las hazañas del Che.

Sin renunciar a su posición ideológica, De los Ríos aborda la problemática de la insurrección armada mostrando a sus protagonistas con los temores, contradicciones y flaquezas de quien está dispuesto a cambiar el mundo. Así los humaniza y retrata sus actos con una posición no exenta de escepticismo ante sus destinos humanos. Esto, sumado a una acabada factura formal, consigue que, a pesar del buen tiempo transcurrido desde su aparición y su condición de novela semiolvidada, se mantenga fresca y tan viva como cuando fue publicada por primera vez. Todo interesado en la narrativa peruana contemporánea debería tenerla en sus estantes.

No se pierda la próxima Columna Vertebral sobre Detectives perdidos en la ciudad oscura, de Diego Trelles.