Le pregunto cuál es el primer recuerdo de infancia que tiene con su madre. “Es una pregunta que nunca me la había hecho”, me dice Gustavo Rodríguez y mira a un punto ciego, como si mirara al infinito.
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Hasta que lo recuerda. Ella dándole la mano para tratar de cruzar una pista limeña. Aunque él a veces se la daba de agrandado y quería soltarse de su mano para demostrarle que podía solo.
Su madre terminó el colegio a duras penas porque sufría de migrañas insoportables. El médico le dijo que mejor dejara de estudiar porque era “bonita” e “iba a encontrar marido”. Con la familia llegaron de su natal Iquitos y siendo una quinceañera empezó a trabajar. Llegó a estudiar secretariado y una vez que se divorció ejerció con más fuerza esa labor, ya en Lima.
Hoy su madre está próxima a cumplir 90 años. Me dice que ella era muy trabajadora y muy pendiente de su madre. Una suerte de madre de su madre. “Totalmente”, subraya.
En sus años de infancia, Gustavo era más unido a la abuela materna, porque ella se quedaba en casa a cuidarlo, mientras la mamá salía a trabajar. Y la abuela fue quien empezó a contarle las historias de la Amazonía en la época del caucho; eran sus primeras narraciones orales, mientras miraban el techo o en medio de los apagones de la época.
Y tal vez sus primeras palabras escritas fueron para la abuela. Se acuerda claramente cómo su mano se desplazaba sobre una hoja y escribía “perdon abuelita”, quizás omitiendo la tilde y la coma. Tenía 6 años de edad y no era capaz de decírselo verbalmente. Lo dejó en algún lugar visible para que ella lo pueda leer, y no recuerda más, ni por qué le pedía perdón. La abuela estuvo viva hasta que Gustavo cumplió 16 años.
–Siempre digo que uso la escritura porque soy mejor comunicándome a través de la palabra escrita que oral –por momentos vuelven esas miradas al vacío, tal vez una forma de pensar qué decir y cómo hacerlo.
Su abuela era una mujer muy bajita, de pelo canoso, muy esponjado. Muy sufrida, rara vez sonreía, rara vez se carcajeaba. Enterró a tres hijos y a tres maridos. Tuvo un accidente terrible donde quedó coja. Nació a inicios del siglo XX, cuando Iquitos era casi una aldea.
–De hecho, mi segunda novela se llama La risa de tu madre. Si bien no tiene nada de autobiográfico, tiene un gatillador autobiográfico: yo me basé en el recuerdo de mi abuela que no sonreía en ninguna fotografía. Pero era un pan, un dulce, muy tierna conmigo.
Su madre, la abuela y aquellas historias familiares son parte de la geografía literaria de Mamita (Penguin Random House), la reciente novela de Gustavo Rodríguez.

El día que culminó el manuscrito de Mamita lo imprimió en letra grande, lo anilló y se lo llevó a su madre como una especie de ofrenda, tal vez también pensando en su abuela.
No recuerda exactamente qué le respondió, pero sí tiene presente que sonrió con sorpresa y se emocionó.
Regresó al poco tiempo y había leído la mitad. «Voy a descansar para agarrar más fuerza y leer la segunda mitad, pero está muy bien», prometió.
Cuando lo terminó, le dijo «lo voy a leer otra vez porque me gustó mucho”. Y ahora con la edición de libro va por su tercera lectura. Su madre probablemente haya leído todos sus libros.
–¿Por qué escribir un libro sobre tu madre y llamarlo Mamita?
–La primera pregunta que me haces tiene dos posibles dimensiones: Una es saldar una deuda que yo sentía que tenía con mi mamá. Ella y su madre, desde que yo era niño me han repetido esta historia mitificada, nacida en la Amazonía, de cómo mi abuela y mi abuelo se conocieron, de cómo mi abuelo era un gran hombre, gigantesco, mítico, un industrial, amigo de Julio Verne, de Gustave Eiffel, padre de más de 14 hijos que regó por ahí en varias mujeres, pero siete en la panaca oficial. Por otro lado, está el hecho de que gran parte de mi identidad y cómo yo me he visto nace de estos relatos que yo he escuchado desde niño. ¿Y por qué Mamita? Escogí el título menos literario posible a propósito. Quise que el título tuviera una conexión directa con el tono emotivo y tierno que tiene la novela. A veces siento que tememos mucho desnudar nuestros sentimientos y que disfrazamos ese temor a la vulnerabilidad con estructuras intelectuales. Siento que esta es una novela honesta y no quiero cubrirla con pirotecnia intelectual; al menos, no más de la cuenta. Ahora, una cosa es el título y otra el texto, que sí es literario, una prosa ya he llegado a manejar.
–¿En qué te pareces a tu madre?
–De mi madre he sacado una capacidad que ella tiene para olvidar ofensas. Que me parece muy saludable. A ella le ha permitido seguir su vida sin acumular rencor.
–¿En este mundo de la literatura hay que tener ese don?
–Sí, claro –alza voz e inmediatamente lo reafirma.
–Por supuesto –lo dice con el tono de que es algo obvio.
–¿Por qué?
–Porque los escritores somos personas muy fracturadas por dentro o inseguras. Estamos peleando por un espacio en el corazón de mucha gente, subvirtiendo lo que es verdadero. Y claro, en esas pugnas hay muchas frases hirientes, muchas comparaciones irracionales. Y si no te separas de eso, puedes terminar muy herido, muy rencoroso, muy vengativo.
Cuando llego al departamento de Gustavo Rodríguez, acaba de emerger el humo blanco en el Vaticano. Y este encuentro casi dura lo que tarda en conocerse el nombre del nuevo papa, hasta minutos antes de que aparezca en escena Robert Prevost.
–¿En qué cree tu madre?
–Uy no, mi mamá puede creer en Jehová por un rato, luego en el tunche y el chullachaqui, en los espectros del pasado, en las apariciones de sus familiares fallecidos. Yo creo que mi mamá cree en el relato que le conviene en el momento que le va a ser útil.
–Eso es mejor, ¿no?
–Yo creo que es mejor, es muy práctico. Yo de verdad a veces tengo envidia de la gente que cree en algo, porque es un gran consuelo. Estoy muy cercano al ateísmo; en todo caso, soy más agnóstico que ateo. Dudo mucho de todo.
–¿Pero la literatura podría ser un acto de fe?
–Yo hago literatura porque me llama a hacerla, es como el canto de una sirena. Si no la hago, me vuelvo loco. Para ser escritor hay que estar un poco loco: ponte a pensar que dedicas horas y horas de tu vida a algo que no te va a pagar en la medida del esfuerzo que le estás poniendo. Un ingeniero te diría que estás loco, un financiero te diría que estás reloco de remate. Pero la recompensa no es material, viene por otro lado.
–¿Cuál es la recompensa?
–Hay dos dimensiones. Una es la clarificación de mi pozo interior cuando escribo. Y la otra es el hecho de sentir que puedo comunicarme con otros seres humanos que quizás tengan las mismas inquietudes que yo.
–¿Y el reconocimiento?, ¿el ganar premios? Recordemos que en 2023 ganaste el Premio Alfaguara por la novela ‘Cien cuyes’.
–Uno entra en un sistema que tomo con pinzas por una sencilla razón: los grandes premios literarios, sobre todo los que tienen que ver con la lectura de un manuscrito, son literarios hasta que el jurado da su veredicto. Porque la literatura es un acto muy íntimo. Lo que ocurre después, una vez que ese manuscrito se convierte en mercancía, ya no es literatura. Ya obedece a otras leyes, no obedece a las leyes del arte, obedece a las leyes del mercado, del consumismo. A mí me ayuda separar muy bien ambos territorios y seguir creyendo en el acto íntimo.
–A propósito de actos consumistas e íntimos, ¿por qué el Día de la Madre es una de las conmemoraciones más sentidas?
–Pertenecemos a una sociedad, sobre todo la latina, en la cual el hombre ‘safa’ cuerpo, y la madre nos queda como gran sostén. Las mujeres son el gran motor de nuestra sociedad, y las madres, aparte de eso, nos cargan desde antes de que nazcamos.
Le digo a Gustavo que se podría decir que tuvo casi dos mamás, la abuela y la madre. Me mira y sonríe con placer.
¿Pero acaso por su abuela es escritor? Se queda en silencio y parece que suspira. Su rostro dice sí, como anticipo de lo que dirán sus palabras.
–Sí… Me hubiera encantado que ella haya leído este manuscrito porque esta novela no se llama Mamita solo porque me haya basado en mi madre sino porque mi abuela también fue la mamita de mi madre.
Le pregunto a Gustavo que, si tuviera que escribirle otro mensaje a su abuela, qué le diría. “Te extraño”. Estas dos palabras las dice como si se fueran apagando.

Gustavo Rodríguez y su abuela.
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