ELLA

Pablo Cermeño

Carla colgó el teléfono, sabiendo que esa noche moriría a manos de Luciano. Cerró los ojos y lo vio entrando en el jardín de Pepe Bonilla, mientras ella fumaba un cigarrillo. Le pareció escuchar su voz otra vez, preguntándole si todo estaba bien. Y volvió al día en que se conocieron. Lloró como no lo hacía desde niña.

Ya de noche, en el apartamento de la contadora, Sara y Luciano repasaban el plan. Él tenía que decirle a Carla que quería hablar con ella sobre su matrimonio. Servir café o vino para los dos y poner la sustancia letal en la bebida de ella. Carla solo tenía que tomarla y todo habría terminado. Lo más importante era elegir la sustancia correcta, una fácil de administrar y que no dejase rastro. “Carla toma una medicina para su corazón”, dijo Sara. “Una sobredosis de ese medicamento y su corazón se detendrá”. Sacó un sobre de su cartera y se lo entregó a Luciano. Él lo abrió, había un polvillo blanco adentro. “En ese sobre hay la cantidad exacta que tienes que darle. También le puse un sedante potente, que la dormirá casi al instante”, siguió ella. “Tú solo tienes que quedarte allí y llamar a una ambulancia y a la policía la mañana siguiente”. Luego de eso, brindaron y Luciano subió al taxi que lo llevaría al apartamento de Carla.

Durante el camino, pensó en las palabras de Sara. “Ya han muerto tres personas inocentes a manos de Carla. Podemos ser cinco o podemos detenerla de una vez por todas”. Tosió. Se percató de que tenía la garganta irritada. Le pareció extraño, pero lo desestimó, no quería distraer su mente. Sintió el aire más denso, como si el oxígeno no estuviera entrando en sus fosas nasales. Miró el camino, ya estaba por llegar. Respiró hondo y abrió bien los ojos. “Tranquilo, Luciano”, se dijo. “No te pongas nervioso, que hoy se acaba todo”. Cabeceó. Despertó un rato después, con la voz del taxista. “Señor, hemos llegado. ¿Señor? Hemos llegado”.

Al bajar del taxi, las piernas le tambalearon y todo frente a él empezó a girar. Cerró los ojos, pero fue peor, todo giró más rápido. En la periferia de su visión, todo estaba oscureciéndose. Lo único en lo que estaba pensando, era en llegar a un lugar donde recostarse. El señor de la recepción se sorprendió de verlo así. Trató de ayudarlo, pero la desesperación de Luciano era tal, que no pudo acercarse. Ya frente a la puerta del apartamento, el escritor intentó abrirla, pero dejó caer las llaves. Y, al tratar de recogerlas, él cayó también. Con la cabeza en el suelo y con apenas un hilo de luz en sus ojos, la puerta se abrió frente a él.

Luciano despertó por los golpes en la puerta. Para sorpresa suya, se encontraba recostado sobre un mueble de la sala. No recordaba nada desde que subió al taxi. Abrió, eran la policía y los de la ambulancia. Pasaron apurados, buscando a Carla. Un instante después, ya estaban sobre ella, haciéndole maniobras de resucitación. Luciano no entendía nada de lo que ocurría. Confundido, buscó el sobre del medicamento, no lo tenía. Nada hacía sentido. “Está muerta. Repito, está muerta”, escuchó decir a uno de los policías. De pronto, tenía al médico y a un policía hablando con él.

–¿Ha consumido algún medicamento o alguna sustancia?

–No –respondió.

–Señor, ¿fue usted quien nos llamó? –intervino el policía.

Luciano asintió, sabiendo que eso era posible.

–Solo algo más –agregó el policía–. Usted dijo que llegó y la encontró dormida. Que quedó viéndola como siempre lo hacía y se dio cuenta que no estaba respirando. Y que en ese momento llamó. ¿Fue así?

Asintió otra vez. Las declaraciones que dio, sellaron su destino. Había mentido. Encontraron una serie de drogas en su sangre y no llamó al llegar. La llamada había sido hecha dos horas después de eso. Le prohibieron salir del país, era el principal sospechoso de haberla asesinado. Carla había sido envenenada, encontraron varias sustancias en su organismo. Sara consiguió sacarlo del país, él era la única manera de llegar al dinero de Carla. Apenas se instaló en las Islas Turcas y Caicos, Luciano avisó a la contadora sobre su ubicación. Luego de celebrar una ceremonia en honor al recuerdo de Carla, Sara voló hacia la isla del Caribe. Era cuestión de tiempo que llegaran a ella en la investigación. Se llevó una sorpresa al entrar al hotel donde estaba hospedado Luciano. La policía estaba allí, lo habían encontrado muerto de dos tiros en el pecho y uno entre los ojos. Aterrorizada, a punto del colapso y sin rumbo claro, Sara huyó del lugar.

En este punto de la historia, la bella mujer que me la estaba contando, se distrajo. Algo llamó su atención. Terminó su piña colada y se despidió, mientras contemplaba el apurado caminar de una rubia hermosa:

–Me recuerdas a mi esposo, ¿sabes? Él era escritor.

Luego de eso, se dio media vuelta, marcó un número en su teléfono y fue en la misma dirección que la rubia. Al darme cuenta de que no tenía cómo contactarla, corrí hacia ella y la alcancé. Lo que dijo antes de colgar, me estremeció: “Por la denominación de origen controlada”.

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