Trabajadora, resiliente, líder y sostén de hogar, una matriarca amorosa, entregada. Cuando el escritor trazó los rasgos de Úrsula Iguarán en , no imaginó que terminaría definiendo a la mujer latinoamericana. Lo hizo sí, pensando en su abuela, la abuela Mina, pero no cayó en cuenta que la magia de su escritura nos terminaría regalando un personaje inolvidable, admirable.

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Y en este qué mejor que recordar a la fundadora del mundo imaginario más bello de la literatura en español: Macondo. Del cual, no nos cabe duda, Úrsula es su corazón.

Si no de dónde sacar la entereza y fuerza para olvidarse de las sumisiones y hacer frente a las locuras de su esposo que apenas plantado ya planeaba salir de Macondo en busca de nuevas tierras. Enterada de su deseo y convencida del despropósito de tal empresa, Úrsula buscaría hacerlo desistir, convirtiéndose de inmediato en las raíces no solo de la familia Buendía, sino de ese pueblo que imploraba por convertirse en sedentario.

Aquella discusión entre Úrsula y José Arcadio nos regalaría frases resonantes, que van soltando pistas de la singularidad de esta mujer. Su amor de madre se antecede a cualquier argumento, le da el empujón preciso para explicarle al obstinado de su esposo que lo mejor es quedarse. Pero al ver que Buendía no torcía su idea, Úrsula precisa de otra estrategia para no ceder: pone su vida en busca del bien de su familia. Una mezcla perfecta de sabiduría y amor.

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La idea de un Macondo peninsular prevaleció durante mucho tiempo, inspirada en el mapa arbitrario que dibujó José Arcadio Buendía al regreso de su expedición. Lo trazó con rabia, exagerando de mala fe las dificultades de comunicación, como para castigarse a sí mismo por la absoluta falta de sentido con que eligió el lugar. «Nunca llegaremos a ninguna parte», se lamentaba ante Úrsula. «Aquí nos hemos de pudrir en vida sin recibir los beneficios de la ciencia». Esa certidumbre, rumiada varios meses en el cuartito del laboratorio, lo llevó a concebir el proyecto de trasladar a Macondo a un lugar más propicio. Pero esta vez, Úrsula se anticipó a sus designios febriles. En una secreta e implacable labor de hormiguita predispuso a las mujeres de la aldea contra la veleidad de sus hombres, que ya empezaban a prepararse para la mudanza. José Arcadio Buendía no supo en qué momento, ni en virtud de qué fuerzas adversas, sus planes se fueron enredando en una maraña de pretextos, contratiempos y evasivas, hasta convertirse en pura y simple ilusión. Úrsula lo observó con una atención inocente, y hasta sintió por él un poco de piedad, la mañana en que lo encontró en el cuartito del fondo comentando entre dientes sus sueños de mudanza, mientras colocaba en sus cajas originales las piezas del laboratorio. Lo dejó terminar. Lo dejó clavar las cajas y poner sus iniciales encima con un hisopo entintado, sin hacerle ningún reproche, pero sabiendo ya que él sabía (porque se lo oyó decir en sus sordos monólogos) que los hombres del pueblo no lo secundarían en su empresa. Solo cuando empezó a desmontar la puerta del cuartito, Úrsula se atrevió a preguntarle por qué lo hacía, y él le contestó con una cierta amargura: «Puesto que nadie quiere irse, nos iremos solos». Úrsula no se alteró.

—No nos iremos —dijo—. Aquí nos quedamos, porque aquí hemos tenido un hijo.

—Todavía no tenemos un muerto —dijo él—. Uno no es de ninguna parte mientras no tenga un muerto bajo la tierra.

Úrsula replicó, con una suave firmeza:

—Si es necesario que yo me muera para que se queden aquí, me muero.

José Arcadio Buendía no creyó que fuera tan rígida la voluntad de su mujer. Trató de seducirla con el hechizo de su fantasía, con la promesa de un mundo prodigioso donde bastaba con echar unos líquidos mágicos en la tierra para que las plantas dieran frutos a voluntad del hombre, y donde se vendían a precio de baratillo toda clase de aparatos para el dolor. Pero Úrsula fue insensible a su clarividencia.

—En vez de andar pensando en tus alocadas novelerías, debes ocuparte de tus hijos —replicó—. Míralos cómo están, abandonados a la buena de Dios, igual que los burros.

José Arcadio Buendía tomó al pie de la letra las palabras de su mujer. Miró a través de la ventana y vio a los dos niños descalzos en la huerta soleada, y tuvo la impresión de que solo en aquel instante habían empezado a existir, concebidos por el conjuro de Úrsula. Algo ocurrió entonces en su interior; algo misterioso y definitivo que lo desarraigó de su tiempo actual y lo llevó a la deriva por una región inexplorada de los recuerdos. Mientras Úrsula seguía barriendo la casa que ahora estaba segura de no abandonar en el resto de su vida, él permaneció contemplando a los niños con mirada absorta, hasta que los ojos se le humedecieron y se los secó con el dorso de la mano, y exhaló un hondo suspiro de resignación.

—Bueno —dijo—. Diles que vengan a ayudarme a sacar las cosas de los cajones.

*Cien años de soledad, páginas 24 y 25.

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ORDEN EN EL CAOS

García Márquez describe a Úrsula como la mujer omnipresente y casi omnipotente. Qué duda cabe. Y su rol nunca se limitó a su casa. Es ella también la descubridora de puntos de conexión con otras ciudades, promotora del progreso social y económico de Macondo, comerciante, esposa, madre, y voz de la razón. El orden en medio del caos. La líder de una familia y pueblo que se sostiene y sale adelante bajo su mirada protectora.

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Y emprendedora. Su negocio de venta de animalitos de caramelo incrementó notablemente el patrimonio de los Buendía. Y, además, se daba el tiempo para cuidar de sus hijos.

Y también le tocó llorar. Su fragilidad se observa cuando su alocado esposo vendió parte de su herencia para comprar los inventos de los gitanos. Pero su estoicismo se hizo presente en la mayoría de veces, al igual que la rigurosidad con la que le tocó corregir, incluso a sus hijos.

Úrsula es fundamental para entender el espíritu de Cien años de soledad. García Márquez construyó su obra en torno a ella y nos entrega una mujer entrañable, que nos deja tanto por aprender.

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La laboriosidad de Úrsula andaba a la par con la de su marido. Activa, menuda, severa, aquella mujer de nervios inquebrantables, a quien en ningún momento de su vida se la oyó cantar, parecía estar en todas partes desde el amanecer hasta muy entrada la noche, siempre perseguida por el suave susurro de sus pollerines de olán. Gracias a ella, los pisos de tierra golpeada, los muros de barro sin encalar, los rústicos muebles de madera construidos por ellos mismos estaban siempre limpios, y los viejos arcones donde se guardaba la ropa exhalaban un tibio olor de albahaca.

*Cien años de soledad, pág 21

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En el Perú hay más de 8 millones y medio de madres, millones de Úrsulas que son el corazón de sus familias y en muchos casos el único sostén. Así como en la novela, ellas son la columna vertebral, ya no de un pueblo literario sino de todo un país. ¡Qué fundamental resulta su luz en estos días en que la oscuridad parece ganar terreno! Muchas gracias. Les deseamos un día maravilloso.


Cien años de soledad

Gabriel García Márquez

Primera edición, 1967.

Edición ilustrada, 2017.

Literatura Random House.

*La edición en físico y el e-book se pueden conseguir en la página


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