De piratas, héroes y cangrejos

Una aproximación a La canción del Capitán Garfio, la novela de Mario Ghibellini.
De piratas, héroes y cangrejos. (Midjourney/Perú21)

1.

“Cuando sea grande”: una arenga, un sueño, una conjura, un chiste… que se instala en la cabeza y el vocabulario de la gran mayoría de niños apenas comienzan a pensar por sí mismos. “Cuando sea grande” haré esto o aquello, “cuando sea grande”… nunca seré como este tipo, “cuando sea grande”… viajaré a este lugar, “cuando sea grande”… haré lo que me da la gana… “Cuando sea grande”…

La adultez como un paraíso tangible, surtido de libertades y promesas cuyos destellos —para consuelo o ilusión de quienes ya son visitados por los apremios de la adolescencia— se vislumbran a lo lejos.

Pero para algunos llega también, con los mismos albures, la irrisión del mundo que los rodea, al menos en su versión oficiosa, aquella que imponen los “mayores” —llámense padres, profes, tías, médicos— a cuyas reglas se encuentran sometidos.

Y sucede con el protagonista de la bella historia que se narra en este libro. Y sí, digo bella pese a la tragedia (alerta de spoiler) que habita sus páginas, en particular cada que el protagonista se queda solito su alma con la turbamulta de angustias y tribulaciones que lo asedian y que no atañen únicamente al espejismo de una adultez que quizás nunca conocerá.

Aunque este chico no ignora que la vida le ha jugado una mala pasada, lo mismo se emperra en organizar y llevar a cabo una expedición riesgosa que pondrá en vilo su salud, pero que por encima de todo lo cita con sus miedos más profundos e indescifrables… desafiando, de paso, normas y creencias impuestas por la pequeña muchedumbre de especímenes ruidosos, acartonados, escasamente fiables, que son los “grandes”, los adultos de su familia.

En la demografía literaria brillan con luz propia y ajena los personajes que deciden rebelarse a los designios que el destino les reserva, unas veces emergiendo victoriosos, otras cayendo derrotados, en enfrentamientos casi siempre asimétricos, desfavorables. Y a esos señores se les llama héroes desde antiguo. Héroes que configuran el eje de la tragedia, tal como la entendía Nietzsche: una confrontación íntima, espiritual, con las monstruosidades de la existencia.

El lado irracional, a menudo vil, endemoniado, cruel, que —según este ilustre cascarrabias que filosofaba a martillazos— los seres humanos se niegan a aceptar y que se agazapa en las honduras abisales de su naturaleza, pero que, para desdicha de los pactos de mutua hipocresía que sostienen la convivencia social, en determinado momento da el salto y lo cubre todo con su vitriolo.

De ahí la heroica belleza que encuentro yo, decía al principio, en el drama de este libro. La asordinada rabia con que el personaje encara lo inexorable y desconocido es descrita con un tenue lirismo que logra filtrarse en la elegante respiración de su escritura, aun cuando la desgracia va haciendo asomar su filuda guadaña capítulo a capítulo.

Total, como dice Bowie, todos podemos ser héroes / aunque sea por un día

Porque, quizás en el fondo, algunos de los que llegamos a la ‘alta edad’ de la que habla Saint John-Perse no somos más que sobrevivientes del decurso vital que en algún momento escogimos, sea registrándolo con claridad o asumiéndolo distraídamente. Héroes de nosotros mismos…. si a nosotros mismos sobrevivimos, claro.

Habrá quienes aleguen que un modo de morir-sin-morir-necesariamente es traicionarse, renunciar a los sueños o convicciones originarias, de cuando la personalidad empieza a formarse. Pero ocurre igualmente que esas renuncias pueden ser las que definen o cambian vidas, incluso rasgos de identidad… desde hábitos cotidianos hasta consideraciones éticas… cuando son hechas a tiempo, desde luego.

El nunca bien ponderado ‘principio de individuación’ aristotélico toma forma en los primeros big-bangs de una conciencia propia, intransferible, única en cada ser humano. Cuando comienza uno a pensar, a tener ideas propias, es decir. En el caso de nuestro personaje, arribando a una adolescencia prematura quién sabe si detonada por el acoso de la enfermedad.

2.

Hasta ahí mi lectura. Y en este punto, digamos que, situados un poco ya en la periferia de los protocolos académicos, me tomaré la libertad de decir unas palabras sobre el autor. Siendo uno extremadamente disfuncional con la actividad pública, creo que no se me presentará mejor ocasión de hacerlo.

Así que disculpará la distinguida concurrencia, pero me voy a precipitar en el yo-te-estimo.

A Mario comencé a leerlo creo que hacia fines de los ochenta, desde las antípodas ideológicas de las que él solía escribir. Nos conocimos años después, en casa de un gran amigo común, aquí presente entre nosotros, a donde acudí con otro gran amigo… él sí irremediablemente ausente.

Los puentes fueron tendiéndose casi sin pensarlo: la risotada fácil, el irreductible escepticismo político, el pisco, la música… y, cómo no, a partir de innegociables discrepancias filosóficas, como, por ejemplo, sobre los legendarios cuatro de Liverpool (obviamente me refiero, sobra decirlo, a Mo Salah, Sadio Mané, Bob Firmino y Jurgen Klopp en la batería) o alrededor de deslustradas leyendas literarias que él motejaba de fake news: que si Esquilo era un peluquero a la mala, que si Sófocles uno al que le faltaba —o se le escapaba— el aire, que Georgie Borges se dejaba fatigar la infamia por su chofer chinchano cuando María Kodama se encerraba en el baño a afeitarse el bigote… y otras disquisiciones de similar pulcritud escolástica.

Y fue el periodismo lo que convirtió esos encuentros y desencuentros en una amistad que cultivamos hasta el día de hoy, primero en el dominical del diario Ojo al filo de este nuevo milenio, para el que me contrató como editor, y dos o tres años después, en la revista Somos, donde, además de comenzar a publicarle su columna, solía pedirle ayuda para inyectar algo de humor a las secciones políticas que cerrábamos tarde en la noche. De más está agregar que —brebajes más, brebajes menos— nos divertíamos a lo grande.

A fin de cuentas, entre sus ideas del libre mercado y mis idas y venidas del mercado de Magdalena, mediaba solo un corto tramo del trencito liberal compuesto de dos o tres esdrújulas y algún pleonasmo impresentable.

Y, ya en este tramo, me veo obligado a recordar —difícil evitarlo— los atracones de pasta e fagioli a los que solía invitarme su padre, don Alfredo Ghibellini, aunque se enojara cada vez que se me salía ese “don”, que en las alturas de mi tierra aimara ancestral —perdonen la tristeza— enseñan a anteponer al nombre de las personas mayores.

Gran tipo Alfredo… melómano, cinéfilo, gourmet, faltosazo y premunido de un hígado tan descomunal como su pasión por el Napoli… mejor si con Maradona vestido de corto.

Hablo entonces de un periodista y un escritor que, más acá de oficios comunes, es un amigo apreciado y leal como pocos. Es la suya una amistad que vivo como un privilegio que espero se mantenga y fortalezca hasta la última página que ‘nos sea dado’ emborronar.

---

*Versión levemente modificada de la presentación de la novela en la Feria del Libro, julio de 2023

Tags Relacionados:

Más en Cultura

Grecia Cáceres, escritora: “Hay una vuelta al conservadurismo en todo el mundo”

Diego Alcalde: “Es complicado vivir del arte. Pero es más fácil con una gran pasión”

Duelo en el teatro Julieta: ¿Qué obras se presentarán en la segunda edición de su competencia oficial?

Xiomy Kanashiro: “Me gusta ser deseada por todo el mundo y que solo una persona me pueda tener”

“Las monjas y la mar”: Exposición fotográfica de Sonia Cunliffe muestra contraste y diversión

La muestra artística “Bicentenario de América” llegará al Perú

Siguiente artículo