El talento de Lima está representado en “Historia de dos ventanas y una desesperada”, de Daniela Martuccelli. La adolescente se hizo con el premio del concurso en la categoría de 15 a 17 años. El relato de Daniela, que nos hace testigos del peculiar romance de dos ventanas frente a su casa, fue seleccionado y premiado por el jurado conformado por los escritoresy y el editor de Cultura de esta casa Mijail Palacios.

Autora

Daniela Fernanda Martuccelli García

Categoría

De 15 a 17 años

Departamento

Lima

A continuación, lea el cuento:

Historia de dos ventanas y una desesperada

Relataré mi vida en cuarentena en paralelo con la historia de amor entre las dos ventanas enfrente de mi casa.

Eran dos ventanas destinadas a conocerse. No eran de la misma calle y sus familias tampoco sabían una de la otra. Érase una ventana antigua, con rejas acordeón y cortinas blancas en una pequeña casa. Érase otra ventana completamente de vidrio, marco de aluminio, con balcón, ubicada en el segundo piso de un edificio. Ante la falta de detalles, añado que, cuando empezó la cuarentena, de esa ventana balcón salió de un parlante negro la canción “Contigo, Perú”.

Ese parlante atravesó un silencio que solo se rompe en Navidad y Año Nuevo. El barrio es muy residencial, chato, envejecido. Me gustó que hubiera bulla. La gente aplaudía como si no fuera a haber mañana, e ignoramos que iba a ver tantas mañanas que ni podríamos distinguirlas unas de las otras. El fin de los gritos fanáticos marcó el compás de la otra ventana, sí, la ventana acordeón. Salió de una radio antigua, un poco temerosa pero que el volumen ayudó, “señoras y señores, somos libres, seámoslo siempre, seámoslo siempre”.

Eran una combinación perfecta aquellas ventanas, porque eran orgullo y tradición, fiesta y ceremonia. Admito que puedo exagerar con lo de perfecta, pero no me importaba porque mi vida seguía sin hechos interesantes. No creo que me sentía sola, me definiría como abandonada, sin rumbo. Hice muchas actividades manuales que me desesperan porque me salgo de la línea del dibujo, el hilo es muy grueso para la aguja, las cuentas del collar no entran en el nailon. Perdía la paciencia conmigo misma y a las ocho, aunque sea, me contactaba con la humanidad aledaña y me olvidaba que no me soportaba.

Desde mi cuarto veía a las ventanas. Y, a diferencia de mis jornadas, las suyas parecían felices. Para la ventana acordeón, eran tardes entreabiertas en las que corría el aire. La ventana balcón se abría y cerraba y había gente a toda hora en su metro cuadrado flotando en el exterior. En las noches, casi exactas, las ventanas cantaban y los vecinos nos saludábamos. Creo que, durante quince años, solo había cruzado saludo con una vecina huancaína.

Segunda parte de una historia de dos ventanas. La relación amorosa empezaba a ser muy larga. Al dejar de ser una novedad en el día veintidós, no solo perdían público, sino que empezaron a perder el ritmo, el tiempo. El tiempo nos dejó a todos desamparados. Tanto que nos apuró y nos hizo elegir para dejarnos sin presente. El tiempo nos abandonó y perdimos su noción. El espectáculo ya no era a las ocho sino ocho y diez, y debería llamarlo pasatiempo porque esa palabra describe exactamente lo que era. A veces, la ventana acordeón se cansaba de esperar y colocaba “somos libres”. Y cuando íbamos escuchando que “faltemos al voto”, en “solemne” ya había llegado el zambo y parecían más que canciones superpuestas, conflictos entre vecinos de madrugada. Era claro que la ventana acordeón era estricta, cuadriculada, tradicional, correcta. Y la ventana balcón solamente quería disfrutar. Las diferencias entre protagonistas son entretenidas en una película de amor de dos horas. Ellas ya iban tres semanas.

Tercera parte de una desesperada. Cada vez hay menos que contar. Sí, esta pudo ser una historia de amor entre ventanas y no lo fue porque eran dos ventanas. Y las ventanas no se enamoran, aunque esa idea se le meta a cualquiera en la cabeza. Al final, en estos últimos días, la desesperada terminó siendo la ventana balcón. Ella, cuyo dueño misterioso la había abandonado y ahora se la pasaba encerrado en su cuarto. Se aburrió de colocar su parlante. Y ella no sabía cuál era su razón de ser, con un amor conflictuado y sin público que la admirara o, al menos, la notara. Aunque hubiese existido una historia de amor, se destruyó ese día veintisiete. Ese día también dejé de contar. Ese día me quedé sola. Hubo días en los que empezaba a perder las ganas de levantarme. El tiempo me ignoraba, le daba lo mismo, se acortaba y alargaba a su gusto. No podía más. Y me volví ventana.

Me siento en mi cuarto, avanzo pocos trabajos, veo mucho la calle. Escucho el intento de la ventana acordeón de recordar “somos libres” y regresar a otros tiempos. Hablar de libertad me parece tan absurdo a esta altura de dos pisos. Hay días que aplaudo y hay días que no. La bulla ni la noto a veces, depende de qué tan cerrado esté mi pestillo. Me volví ventana porque veo si corre el aire, admiro el cielo y sufro cuando observo que mi verano se me va ante mis ojos de vidrio. Saber que son las ocho de la noche es recordar que no me soporto y tampoco soporto a la humanidad aledaña, incluidas las ventanas.

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