Ilustración de Mechaín. (Mechaín)
Ilustración de Mechaín. (Mechaín)

Siempre señalamos la corrupción en las cimas del poder político, pero finalmente es como un iceberg: al fondo palpita la otra realidad, tal vez la de los semilleros de la corrupción. Cambistas de dólares envueltos en mafias, prostitución, taxistas asaltantes y pandilleros que habitan en los límites de la delincuencia organizada. Esa geografía la dibuja Fernando Ampuero en las novelas que conforman Cuarteto de Lima. Trazos precisos de cómo la necesidad se convierte en codicia. En estas páginas compartimos el extracto de Hasta que me orinen los perros, donde un taxista sufre el robo de su auto, un taxista fruto de la reingeniería laboral y que ahora tendrá que seguir siendo taxista pero en pistas sombrías. No en vano el escritor asegura que “la realidad peruana es novela negra a tiempo completo”.

Compartimos un fragmento perteneciente a la novela Hasta que me orinen los perros (de la página 239 a la 241).

Los tiempos mejores llegarían porque Alberto decidió aplicar una variante de la reingeniería a su desgracia. «El máximo de rendimiento con el mínimo de fatiga —se dijo—. Así también piensan los hombres de empresa». La decisión la tomó en un grifo, donde, al comenzar la jornada, él y otros taxistas acudían a revisar el auto, echar gasolina y comentar las novedades del día. Alberto ya no tenía auto para llenar el tanque. Pero sí un cerebro sediento de ideas. Y una idea, de pronto, lo invadió y le rebalsó el cráneo, justamente durante la noche en que oyó el rumor de un negocio rentable que podía estar al alcance de sus manos.

Alguien, leyendo un diario, habló entonces de borrachos dormidos, y otro sujeto, no recordaba quién, insinuó que Raimundo sabía de eso. Raimundo, un zambo que vestía camisas llamativas y a quien conocía de hola y chau, era un taxista de Los Olivos. Todos eran taxistas nocturnos, incluyéndose él mismo. Alberto había sopesado los pros y contras de su horario laboral. Lo bueno era que en las noches no se tragaba mucho tráfico y la máquina consumía menos combustible. Lo malo era que, si no estabas mosca, te cagaban la vida. Y eso, sin duda, lo sabía él. Nadie tenía que darle mayor detalle.

—Raimundo —dijo Alberto aquella noche, misterioso, tomando a su colega de un brazo y llevándolo hacia un aparte—. Necesito hablar contigo.

Raimundo era un tipo avispado, pero simpático y lleno de quimbas.

—¿Qué pasa, hermanito? ¿Te me vas a declarar?

—Enséñame.

—¿Qué?

—Quiero que me enseñes —le dijo Alberto.

—¿Que te enseñe qué?

—Lo de los borrachos.

Súbitamente sofocado y sacudiendo la cabeza, el taxista puso una exagerada cara de desconcierto y confusión.

—¿De qué me hablas, Alberto? No te entiendo.

—Tú me entiendes, negro. Necesito que me metas en tu chamba.

—¿En qué chamba?

—En la de los borrachos, pues.

—¡Oye, tú estás loco, carajo! ¿Qué has comido?

Mirándolo fijamente, Alberto insistió. Agitado, sin saber adónde fugar, el taxista asediado comenzó a fruncir el ceño.

—Tú sabes, hermano.

—...

—Sabes que estoy de malas. Dame una mano.

—Oye, viejito...

—Además, todos dicen que tú eres el mejor en el ramo... El más capo.

Fue entonces cuando Raimundo borró de su semblante el gesto de desentendido y esbozó dos breves sonrisas nerviosas. Alberto había tocado una fibra sensible.

Ganado por la vanidad, tan pronto se enteró de que mucha gente lo consideraba «el mejor en el ramo», Raimundo le dedicó una mirada analítica, como evaluando si acaso había tropezado con un soplón. Decidió que no. Hacía meses que veía a Alberto junto a sus amigos taxistas y, si bien casi nunca charlaba con él, le daba buena espina. Pero una cosa era tener una buena impresión, de puro intuitivo, y otra pegarse una calateada en plena calle.

Alberto, en efecto, se estaba refiriendo al secreto que Raimundo y otros de sus yuntas tenían bien guardadito. Ellos, de manera regular, solían buscar pasajeros lo suficientemente pasados de copas para que se les durmieran en el auto. Luego, desviándose del destino hacia donde debían dirigirse, los entregaban en dos o tres huecos, que eran guaridas de reducidores y ladrones de poca monta. Vendían borrachos. A veces, si tenían suerte, ganaban en una noche lo que otros taxistas sacaban en dos semanas.

—Este es un negocio para hombres —murmuró Raimundo.

Alberto lo miró fijamente a los ojos:

—Dime lo que tengo que hacer.

—No, hermano. Para esto hay que tener temple.

—Pruébame. No te voy a fallar.

—Hablemos otro día.

—¿Por qué otro día? Hablemos ahora.

Tomando aliento, Raimundo volvió a las quimbas, estirando las piernas y girando la cabeza, como si fuera un atleta calentando para correr una maratón. Finalmente, tras hacerse de rogar unos minutos, accedió a iniciarlo en el negocio.


FERNANDO AMPUERO

El escritor limeño, nacido en 1949, ha publicado como cuentista, novelista, dramaturgo, ensayista y periodista. El fruto es alrededor de 18 obras. Varias han sido traducidas a diversos idiomas. Un autor permanente.


CUARTETO DE LIMA

La tetralogía negra de Ampuero reúne las novelas Caramelo verde (1992), Puta linda (2006), Hasta que me orinen los perros (2008) y Loreto (2014). Tusquets Editores. Son 430 páginas de colección.

'Cuarteto de Lima', de Fernando Ampuero. (Web: Planeta de libros)
'Cuarteto de Lima', de Fernando Ampuero. (Web: Planeta de libros)

Datos:

- “He vivido toda la calle brava. Primero por una bancarrota familiar a los 14”, dijo Ampuero a Perú21, en una entrevista de 2018.

- “He sido periodista, que tiene un pasaporte para entrar a todos los estamentos sociales”, agrega el escritor en la misma entrevista.