Por Luis Rodríguez Pastor (editor e investigador):
El martes 29 de enero de 1985, a las 22:30 horas, fallecía a los 76 años, en el hospital Arzobispo Loayza, Ramón Rafael de la Fuente Benavides. Desde 1928 su nombre cedió paso al seudónimo de Martín Adán, autor de la precoz y brillante ¿novela? La casa de cartón (1928), y desde entonces el seudónimo fue dándole paso al mito: el de la presencia deambulante y fantasmal, el ubicuo de los bares, cines y hoteluchos, el del encuentro con Allen Ginsberg, el dueño de sus silencios y sus frases geniales, el oscilante entre las viejas calles del Centro de Lima (en una de las cuales nació) y los centros de salud mental, donde vivía largos autoexilios y dentro de los cuales se sentía rodeado de mayor cordura que en el mundo exterior.
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Algunos meses antes, Martín Adán había roto su largo silencio mediático al dar algunas entrevistas a la prensa escrita, recibía escuetas visitas de viejas amistades y llevaba diez años sin escribir. Juan Mejía Baca seguía siendo su cancerbero, aunque era mucho más que eso: su Virgilio, su recopilador, editor, confidente y gran amigo. A él recurrió un psiquiatra con quien Rafael de la Fuente tenía un lejano parentesco (no así Martín Adán), que accedió a recibirlo una tarde de abril de 1984 y que compartiría con él, durante los próximos nueve meses, conversaciones semanales motivadas por una dinámica libre en la cual el poeta hablaba de todo y de todos sin orden ni filtro, bajo la complicidad de un interlocutor receptivo y de la tranquilidad del recientemente inaugurado albergue Ignacia Rodulfo viuda de Canevaro, a unos pasos del Paseo de Aguas, en el Rímac.
Francisco Alarco Larraburre (1915-1990) anotó, al final de cada uno de los cuarenta y cinco encuentros que tuvo con Martín Adán, todo lo que mantenía fresca su memoria, y fue dando forma a un libro que, según las personas a las que consultó, valía la pena escribir por contribuir decisivamente en el conocimiento de ese creador hermético, austero, evasivo. Este valioso contenido ha sido reunido bajo el título de Martín Adán. Conversaciones con Francisco Alarco Larrabure (2024), publicado por el Fondo Editorial de la Pontificia Universidad Católica del Perú, bajo la edición de Andrés Piñeiro, responsable también de las Entrevistas (2011) y las Cartas escogidas (2015) del poeta, publicadas bajo el mismo fondo editorial.
En esta sucesión de conversaciones —con frecuencia más cercanas al monólogo— Martín Adán se muestra como un torrente de recuerdos y opiniones, como un río hablador que evoca, provoca y trastoca permanentemente sus recuerdos, dentro de los cuales él es el protagonista, convirtiéndose en la principal víctima de su mordacidad (aunque no el único). Presencias recurrentes —generosas víctimas de su memoria— son las de José María Eguren, José Carlos Mariátegui, José de la Riva Agüero, Luis Alberto Sánchez, Estuardo Núñez, la familia Miró Quesada, Francisco García Calderón, Víctor Raúl Haya de la Torre, Honorio Delgado y Juan Mejía Baca.

Si bien conversan en un albergue, se vivía un ambiente de bar, aunque sin alcohol: bar laico no exento de groserías, carcajadas y tomaduras de pelo, uno de sus hábitos preferidos. Sus recuerdos se interrumpen unos a otros, cimentados por sentencias, sean de personas o sea del país que lo vio nacer y que ahora lo ve desaparecer lentamente, bajo la atenta cobertura del fisioterapeuta José Santa Cruz, que lo atiende con diaria diligencia. Martín Adán inquiere sobre lo que sucede extramuros, sobre la política y un Perú cada vez más jodido, como él.
Pasan los meses y las visitas ya no son solo en el albergue sino en el hospital. En una de esas visitas, el poeta lamenta vivir a medias y presume que “un buen día estiro la pata”. Alarco lo consuela: “Todavía te falta mucho” y se despidieron. Esa noche, Juan Mejía Baca lo llamó para darle la noticia: “Ya no lo tenemos con nosotros”. Fue velado al día siguiente en el albergue y enterrado al subsiguiente en el cementerio El Ángel.
Ramón Rafael de la Fuente Benavides se despedía con la sabia claridad de su finitud y con la serena convicción de que la inmortalidad se la había cedido a Martín Adán.
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