Convento de San Francisco edificada bajo las órdenes del arquitecto Constantino de Vasconcellos. (Foto GEC)
Convento de San Francisco edificada bajo las órdenes del arquitecto Constantino de Vasconcellos. (Foto GEC)

Ubicada a dos cuadras de la Plaza de Armas, la monumental Basílica y es una de las joyas coloniales que atesora el . No solo por fuera, donde sus enormes muros pintados de amarillo dan color a una fachada barroca y un portal encantador, sino también por todo lo que guarda en su interior. Cada rincón acoge parte de la historia de este país. Lo hacen también sus catacumbas, ese registro fúnebre de los limeños que ya no están, un testimonio de una sociedad que siempre miraba al cielo.

Las catacumbas de San Francisco eran el lugar donde iban a parar los muertos en tiempos coloniales. Fue el cementerio de los franciscanos y los devotos, las hermandades y las cofradías. Un laberinto de criptas aún conserva –en pleno siglo XXI– un sinfín de cráneos, fémures, tibias y peronés. Bóvedas silenciosas donde los muertos y los huesos son los que hablan.

TRADICIÓN EUROPEA

La Iglesia de San Francisco no era la única. Todas las iglesias por aquellos años tenían sus pequeños cementerios cercanos, criptas sepulcrales o bóvedas fúnebres. Desde la Iglesia de Santa Ana hasta la Catedral de Lima. Se trataba de una costumbre traída de España, que desapareció casi por completo la práctica de rituales funerarios precolombinos. En los pueblos europeos, la Iglesia acostumbraba tener a sus muertos dentro o cerca de sus basílicas.

“Las iglesias eran los lugares de culto. Desde las primeras, que fueron templos romanos entregados a los cristianos, siempre se emplearon como cementerios porque la iglesia es el lugar de la celebración de la eucaristía. El altar representa a Cristo, es como la tumba de Cristo”, explica el sacerdote jesuita Edwin Vásquez. “Es así que los cuerpos de los cristianos se enterraban ahí con el fin de que estén lo más cerca posible al cuerpo de Cristo”, agrega el también docente de la Universidad Antonio Ruiz de Montoya.

El rey Alfonso el Sabio, monarca de Castilla y León entre 1252 y 1284, explicó en sus famosas 7 Partidas el origen de esta costumbre. Enumera cuatro puntos: el primero indica que así como los cristianos consideran que su creencia debe estar más cerca de Dios, lo mismo debe ocurrir con su sepultura; el segundo señala que, cuando ellos se acercan a las iglesias para ver los restos de sus parientes, se acuerdan de rogar a Dios por ellos; el tercero, porque les rezan a los santos en cuyo nombre son fundadas las iglesias; el cuarto precisa que el mal no va a poder llegar a ellos, a los muertos en las iglesias.

El mismo rey Alfonso precisa que no cualquier fallecido podía ser ingresado a las criptas de una iglesia. Estos espacios fueron separados para reyes, reinas, obispos, comendadores y otros cargos más; sin embargo, con el pasar de los años, esta norma se fue flexibilizando en España y otras partes del mundo. Diversos historiadores concluyen que tras la conquista de América, casi la mayoría de cristianos podía optar por ser enterrado en una iglesia. Tal fue el caso del conquistador español Francisco Pizarro. Sus restos fueron sepultados en la Catedral de Lima y hasta el día de hoy permanecen allí.

CEMENTERIO GENERAL

Pero todo acabaría en 1808. Aquel año se inauguraría en Lima el primer cementerio civil en América: el Cementerio General, conocido más tarde como Presbítero Matías Maestro.

Los cambios se habían comenzado a dar en los primeros años del siglo, cuando en España Carlos IV ordenó la prohibición de enterrar a los fallecidos en las iglesias. El principal problema había sido la falta de salubridad. Cada vez llegaban más informes de que estos recintos eran un caldo de cultivo de diversas enfermedades y epidemias. La acumulación de los cadáveres en espacios reducidos fue un peligro para los fieles.

“Para evitar la propagación de epidemias y malos olores se esparcía cal sobre los cuerpos que se depositaban apenas con una mortaja y separados únicamente con tierra”, detalla una publicación del Museo y Convento San Francisco.

“Con la llegada de la Ilustración, las ideas respecto a la salud comienzan a cambiar. Empieza una desacralización de la ciudad y la medicina comienza a tomar más fuerza, se invierte más en salud pública y en higiene. Se empiezan a caer muchas teorías clásicas, como la de los miasmas o humores”, indica Estefanía Queirolo, historiadora de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos.

En un artículo titulado “Historia de los cementerios de Lima y Callao”, el historiador Santiago Tacunan explica que tras la culminación del Cementerio General, el cual fue construido en los extramuros (hoy Barrios Altos), el entonces virrey José Fernando de Abascal ordenó el cierre definitivo de los cementerios, bóvedas, en las iglesias. A pesar de la fuerte resistencia, el virrey se mantuvo firme.

Para la inauguración se exhumaron los restos del arzobispo de Lima, Juan Domingo Gonzales de la Reguera, quien había sido enterrado en 1805 en la Catedral de Lima, y fueron enterrados en el nuevo cementerio. Esta medida “obedeció a que la población se mostraba reticente a enterrar a sus muertos en un espacio alejado de los altares de las iglesias y fuera de la ciudad”, sostiene Tacunan.

Aunque los entierros en las iglesias continuaron de forma clandestina hasta mediados del siglo XIX, el camino ya estaba trazado. Los fallecidos eran llevados a los cementerios de la ciudad en una costumbre que perdura hasta hoy. La “hermana muerte”, como la llamaba San Francisco de Asís, por fin tenía un lugar donde descansar.

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