La última vez que visitó La Casa de la Literatura, tenía 85 años. Era noviembre de 2015 cuando paseó lentamente, vestido de sastre con una camisa que descubría parte de su pecho, por los pasillos de la antigua estación de trenes observando con nostalgia las fotografías y libros de su amigo Augusto Salazar Bondy. Los organizadores habían sufrido para convencerlo de asistir a la exposición. El crítico literario ya llevaba algunos años alejado de eventos públicos porque el desgaste ya había tocado su puerta. ¿Pero, cómo no rendirle honor a un gran amigo?

Y es que Abelardo Oquendo siempre guardó un espacio para cada uno de sus amigos. Cultivó esa costumbre desde muy joven. Basta con recordar el triunvirato formado con Mario Vargas Llosa y Luis Loayza para darse cuenta de ello. No sobrepasaban los 30 cuando la devoción por los libros los llevó a fundar una fugaz revista literaria que sería el inicio de una amistad que lamentablemente se rompería en marzo de este año con la muerte de Lucho en París.

Cuatro meses después, Abelardo, el ‘Delfín’, le seguiría los pasos. Murió el la madrugada del martes luego pasar sus últimos días en una clínica limeña.

Mario Vargas Llosa, Luis Loayza y Abelardo Oquendo en 1958. (Foto: Archivo familiar)
Mario Vargas Llosa, Luis Loayza y Abelardo Oquendo en 1958. (Foto: Archivo familiar)

El Delfín

“Su suavidad y repugnancia a toda clase de figuración, su maniático cuidado de las formas — en su manera de vestir, de hablar, de conducirse con sus amigos— hacían pensar en un aristócrata del espíritu que, por equivocación de los hados, se encontraba extraviado en el cuerpo de un muchacho de clase media, en un mundo práctico y duro en el que sobreviviría a duras penas. Cuando hablábamos de él, a solas, con Loayza, lo llamábamos el Delfín”.

Vargas Llosa describe así a Abelardo en sus memorias. No era la primera vez que lo mencionaba. El cariño era tal que le dedicó a él y a Lucho su libro ‘Conversación en la catedral’. “A Luis Loayza, el borgiano de Petit Thouars, y a Abelardo Oquendo, el Delfín, con todo el cariño del sastrecillo valiente, su hermano de entonces y de todavía”, dijo en aquel pequeño pero memorable mensaje.

Entonces queda claro que Abelardo era el Delfín. Pero no por algún parecido al animal marino. En una conversación con el periodista literario Jaime Cabrera,  hace tres años, el mismo le confesó que sus amigos lo molestaban por los modales que practicaba. “Pareces un príncipe”, le decían. Y como en Francia se les llamó así a los herederos al trono, nadie mejor que Abelardo para tener ese nombre.

El gran lector

Abelardo nació el 16 de enero de 1930 en el Callao. Él estudió Literatura en la Pontificia Universidad Católica del Perú y vivía enamorado de la poesía. Los clásicos del Siglo de Oro eran sus preferidos y su conocimiento sobre Quevedo y Gongora, por decirlo menos, era apasionante. Con Luis Loayza fundaría Cuadernos de composición (1955) que no pasaría del primer número, pero a los pocos meses llegaría Literatura ya junto a Mario Vargas Llosa.

Años antes conocería a Pilar Heraud, Pupi, su compañera de toda la vida.

La revista llegaría a los 3 números. El viaje de Vargas Llosa y Loayza a Europa acabaría el sueño del tridente.

Luis Loayza y Abelardo Oquendo en Lima, en 1956. (Archivo familiar)
Luis Loayza y Abelardo Oquendo en Lima, en 1956. (Archivo familiar)

Aunque tenía elementos suficientes para ponerse a escribir, por aquellos años Abelardo definiría su camino en la Literatura. Reconocería que lo suyo era estar del otro lado. Haciendo uso de su ojo de cirujano y su gusto exquisito, decidió deicarse a la crítica literaria. Es que sobre todo, Oquendo siempre fue lector, uno demasiado bueno.

El escritor Alonso Cueto recuerda el enorme gusto de Oquendo para valorar un texto. “Para él la lectura era sagrada”, menciona a través del teléfono, apenado, ocultando con su voz amable la tristeza que le embarga por perder a un amigo, pero también a un gran crítico. Es que la indulgencia no podía caber en el alma de Abelardo Oquendo. “Cuando una novela le gustaba te lo decía, pero cuando no, era directo y frontal. Siempre le agradecí su sinceridad y comentarios. Era extraordinariamente honesto y eso en vez de disminuir nuestra amistad, la fortalecía”.

Amigos por más de cerca de cuatro décadas, Cueto conoció a Oquendo cuando empezó a trabajar en prensa. Lo define como parco y preciso, aunque por momentos, bromista. Estas virtudes, acompañadas de envidiable bagaje, salieron a relucir en uno de los mayores legados que ha dejado el crítico literario: la revista Hueso Húmero.

Siete años después de crear la editorial Mosca Azul (que alcanzó publicar alrededor de 250 títulos) junto al escritor Mirko Lauer y otros amigos más, Oquendo emprendió la aventura de fundar la revista Hueso Húmero, que hasta el día de hoy, con variada intermitencia, ha sumado 68 números.

“Una revista que a lo largo de décadas ha ido renovando el espacio, publicando nuevos valores, trayendo cosas desconocidas de otros países, proponiendo temas de debate. Creo que es una revista de artes y letras bien llevada, como una universidad”, resume Mirko Lauer a la publicación a la que Oquendo dedicó sus últimas fuerzas.

Tras la muerte de Loayza en marzo, fue el propio Delfín quien emprendió la dirección del último número dedicado a su amigo y que verá la luz en poco menos de dos meses.

Primer número de Hueso Húmero. (Mosca Azul editores)
Primer número de Hueso Húmero. (Mosca Azul editores)

Aunque la lista de virtudes parece completa. Lauer cree que es necesario agregar dos más: buen criterio y buen gusto. “Todo lo demás es añadidura”, agrega, pero como con los amigos uno no puede limitarse, suelta dos más: “cuidadoso e inteligente”. Los cuarenta años de amistad, gracias a Luis Garrido Lecca, serán difíciles de olvidar.

La biblioteca personal de Abelardo Oquendo no era grande, pero sí exquisita. Alonso Cueto, que lo visitaba con frecuencia describe el espacio preferido del fallecido autor como un lugar selecto, solo con libros que de verdad le interesaban. La misma impresión la tuvo Mirko Lauer. “Era una biblioteca de cosas entretenidas”, cuenta.

Pero los últimos años Abelardo se tuvo que alejar de lo que más le apasionaba. Cuando la vista le empezó a fallar decidió dedicarse a la música. Crítico, editor y melómano. No tenía horario para comenzar a descubrir nuevos placeres en la radio, aunque siempre mantuvo su favoritismo por los músicos clásicos. Con Alonso Cueto y Celso Garrido Lecca, sus amigos, no paraban de intercambiarse títulos.

Y es que así, de pronto y afortunadamente, el crítico y editor encontró un nuevo refugio, uno que lo acompañaría hasta su último respiro.

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