«De qué tamaño es tu amor, cuánto vale para mí, si pudiera yo comprarlo».

Cuando mataron a su hijo, lloró cinco noches seguidas, sin levantarse de su cama, hasta que toda esa pena se congeló en su rostro. Dicen que desde entonces no volvió a sonreír para las fotografías. Nunca más. Desde entonces su voz no volvió a ser la misma. Fue el comienzo de su desventura: en unos meses le diagnosticaron sida, luego intentó suicidarse lanzándose desde el noveno piso de un edificio. Se le paralizó la mitad de su cuerpo. Pero sobrevivió, como muchas veces: ileso ante el dolor y la pena, ante el miedo y las ausencias. Sus amigos escapaban de él porque era adicto a la heroína: una hoja débil, un susurro que avergonzaba. Lo internaron en un sanatorio mental. Lo llevaron a terapias, pero ninguna intentó curar su marchito corazón.

Marc Anthony en la piel de Lavoe
Marc Anthony en la piel de Lavoe

«Ahora me encuentro aquí, en mi soledad, pensando qué de mi vida va a ser».

Pero a Lavoe —reacio, desobediente— no se le ocurrió otra cosa que seguir cantando. Siempre llegaba tarde a sus conciertos, aunque todos lo esperaban con carteles y cerveza, con aplausos y picapica. Le decían 'El cantante de los cantantes', las cámaras lo (per)seguían en los camerinos mientras él rezaba y tomaba ron y rezaba y tomaba ron. Era más fácil encontrarlo en alguna esquina del Callao, fumando marihuana o jalando cocaína, que entrevistarlo en su casa, que arrancarle una declaración.

«Nadie pregunta si sufro si lloro, si tengo una pena que hiere muy hondo».

Nadie. Nunca nadie. Hasta que sucedió. Porque "todo tiene su final, nada dura para siempre". Un martes, el 29 de junio de 1993, a los 46, el pelo cayéndosele a pedazos, temblando de escalofrío, de dolor o de ambas cosas, Lavoe moría de un paro cardíaco. "A mi velorio no venga a llorar, no, no; yo sabía que un día tenía que acabar". Esa tarde de verano, como si el cielo supiera, llovió fino: copitos de nubes.

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