Cada tanto, algo en nosotros muere sin hacer ruido. Esas muertes pequeñas, casi imperceptibles, que marcan el final de una versión de uno mismo. A veces muere la paciencia. A veces el entusiasmo. A veces, felizmente, muere también la arrogancia. Como los cambios de piel, seguimos camino.
Morir es parte de vivir. No todas esas muertes son negativas. Muchas son necesarias. Umbrales. Cambios de rumbo. Hay cosas que se caen porque ya no podemos sostenerlas, y otras que deberíamos soltar antes de que se pudran dentro. Si bien entendemos que para que algo renazca, algo tiene que morir primero, rara vez estamos dispuestos a hacer el duelo. Cargamos cadáveres emocionales por años, no sabemos cómo enterrarlos.
Precisamente donde empieza la incomodidad, empezamos a evolucionar. A veces lo que llamamos fracaso es, en realidad, la muerte que más necesitábamos. Un repliegue que no es retroceso, sino respiro. Una pausa que no detiene, sino que aclara. Un corte que no mutila, sino limpia. Aun así, es un duelo.
Y el país, también.
Sin ritual. Sin entierro. Sin duelo.
Pero muere.
“Como país, acumulamos versiones vencidas de nosotros mismos. Un Congreso que solo se representa a sí mismo. Un sistema judicial que parece embalsamado. Un Ejecutivo que no conoce sus verdades. Hábitos enquistados en el tiempo”
Queremos transformación sin pérdida. Reforma sin incomodidad. Cambios profundos que no alteren nuestra rutina. Queremos nuevos pactos sin dejar de lado las viejas trampas.
Como país, acumulamos versiones vencidas de nosotros mismos. Un Congreso que solo se representa a sí mismo. Un sistema judicial que parece embalsamado. Un Ejecutivo que no conoce sus verdades. Hábitos enquistados en el tiempo. El favor que se devuelve con un puesto. El familiar que se acomoda.
Y afuera también. En la calle, en la cola, en el tráfico.
El contacto que resuelve lo que no debería. El todo-da-lo-mismo. La costumbre de indignarnos por horas y olvidarlo al día siguiente. El desprecio por lo público. El olvido del otro.
Dicen que en el Perú todo muere menos la trampa. Mueren las ganas, mueren los proyectos, mueren las instituciones, pero no muere el atajo. Tal vez por eso renacemos mal. Sin aprendizaje. Sin limpieza.
Esta semana pensé en eso. En qué debería morir en la mayoría de nosotros para que algo distinto pueda vivir. La resignación, por ejemplo. El cinismo. Esa forma de no mirar, de no decir, de no meterse. Año tras año, Semana Santa tras Semana Santa, esperamos milagros sin estar dispuestos a mover la piedra.